viernes, 18 de abril de 2008
A patas por las escaleras
A pesar de no levantar más de dos palmos del suelo el hombre escuálido me arrea tal codazo que el espejo del ascensor se resquebraja en cadena como hielo de la Antártida. El hombre escuálido escupe metralla por todos los apéndices de su cuerpo. En un instante el receptáculo del ascensor se convierte en un campo de batalla. El hombre escuálido desborda energía. Parece recién salido de un cursillo de autoestima.
La pelea ha empezado como las grandes batallas de la historia: por una menudencia. Hitler no hubiese ordenado la invasión de Rusia si el día antes no se hubiera hurgado con un mondadientes una raspadura de bacalao de su colmillo derecho. Se le fue el palillo al cielo de la boca. El leve dolor del pinchazo y ese tenue sabor contrariado a sangre humana fueron el desencadenante de la Operación Barbarroja.
Con sus cuatro libras escasas el hombre escuálido tiene un yo muy gordo. A decir de Freud: más de dos o tres egos debe tener, incluido el iceberg del inconsciente con su ratio de 9 a 1.
La proporción de la corpulencia física también está en relación inversa al carácter. Otra vez la historia: los grandes emperadores, dictadores y prohombres de las civilizaciones fueron individuos de aspecto insignificante: Franco, el chiquilicuatre. Y si el mismo hombre escuálido hubiera tenido detrás a la bellísima Gala, Dalí no se hubiese llamado Salvador, ni hubiese nacido en Cadaqués. El descuartizador de los relojes blandos sería el hombre escuálido, el mismísimo energúmeno que esta mañana ha bloqueado con su peso pluma las puertas del ascensor tras no conseguir del director del banco una moratoria para su hipoteca.
El hombre escuálido ha entrado el último. Deber ser él quien salga para que el ascensor se ponga en marcha.
“Yo no me apeo ni muerto” nos ha dicho con sus puños.
Y hemos acabado todos, además de aporreados, a patas por las escaleras.
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