Me levanté como todos los días sin reparar en lo que había soñado la noche anterior. Fue cuando salí a la calle y no vi el rosal de la entrada, y me acordé del sueño.
Hasta el día de hoy siempre tuve con quien compartir mis sueños: mi compañera de curro. Trabajo en una agencia de seguros. Lugar siniestro donde los haya. Rosa lleva la contabilidad, mientras yo me encargo de los clientes morosos. Y para amenizar la jornada entre póliza y deceso intercambiamos sueños.
Yo no sé si el soñar es una predisposición genética. A decir verdad mis padres debieron soñar muy poco. Tal vez nada. No recuerdo que mi padre me contara nunca ningún sueño, excepto aquella vez que soñó que la tierra en lugar de ser un planeta era un meteorito que le caía encima de su cabeza. A los tres días mi padre murió de un tumor en el cerebro.
La tendencia a soñar de los humanos (las ratas también sueñan) es más fuerte que la misma transmisión genética. Yo no es que sueñe tanto como Rosa, que también sueña de día. Mis sueños son más bien pesadillas, sueños en negro como los perros.
Menos mal que dispongo de un mecanismo de defensa. Cuando la fuerza del sueño está a punto de acabar con mi tembloroso cuerpo en las garras del perseguidor malvado, en un precipicio, o debajo de las ruedas de un tren a toda cebolla, un resorte interior me despierta y me libra justo en el momento en que voy a ser aplastado, engullido por el trágico desenlace de mis terrores nocturnos.
Hay noches que no me duermo por no soñar, no vaya a ser que el despertador automático de mis pesadillas se rompa y sea víctima de mi propio sueño.
Esta mañana estoy deseoso de ver a Rosa y contarle mi sueño. Por fin llego a las oficinas de la Agencia. Y me dice el jefe de sección que allí nunca tuve por compañera a nadie que se llamara Rosa.
“Usted debe estar soñando aún. ¡Despierte, señor, y a sus números!”Y entonces caigo por qué a noche soñé que habían desaparecido de la tierra todos los rosales del mundo.
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