No llueve. El día acampa espléndido, “locus amoenus” sobre la tierra yerma de mis sentires yermos. El sol, piedra filosofal, convierte en oro las tiernas hojas recién nacidas del nogal. Un cortocircuito neuronal se enciende dentro de mí. Los plomos saltan y me quedo a oscuras. Y no me conmueve esta prístina mañana dorada. Que no van parejas mis emociones con el generoso panorama que desde la ventana me regala hoy la primavera.
Y recuerdo a don Virgilio mi profesor de Latín como si fuera hoy mismo.
El catedrático con engolada voz declama enfervorecido:
“Cóllige, virgo, rosas, dum flos novas et nova pubes… ”Y el además real canónigo de la Catedral tras contemplar mi aburrido aspecto hace ahora un paréntesis para advertirme malhumorado:
“¡No entiendo como estos dáctilos no enlagunan de dicha pastoril tu juvenil ánimo!”Parapetado tras mi bigote barbilampiño yo me digo que monseñor debía estar loco para pensar que yo pudiera ver desde el pupitre rayado de la empanada poética de mis mozos años la lluvia de su métrica petrarquiana. Un muchacho de aquellos años de la postguerra sólo podía aprenderse el “nos patriam fúgimus” del autor de las Bucólicas.
Don Virgilio tartamudeaba un poco, pero no estaba loco. Muy enamorado sí debió estar aquella tarde de aguaceros contra las cristaleras del instituto. Antes de acabar el curso colgó las sotanas y se fue a vivir a Mantua con la jefa de estudios.
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