"Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado".(Declaración Universal de los Derechos Humanos. Artículo 13)
Estoy en la inmensidad del océano atrapado por los tentáculos de esta hiedra hidráulica, émbolo que pistonea el pulmón recalentado de mi naufragio. Ola y viento se enzarzan huracanados. El mar, otrora musa, seductor y amante no me deja que lo abrace.
A lo lejos el verde majestuoso de la montaña, cénit de la frontera, ayer mi idilio apátrida, tampoco remonta el alma, que la tengo sepultada entre los remolinos del agua.
Dos chavalines construyen un castillo en la orilla. Sus cuatro torres son demolidas por las pisadas de cuatro guardias.
Mi cuerpo cubierto por un plástico reluciente es un fardo tirado sobre la playa de los cristianos. Pies fríos, pezuñas ciegas, ciervo huido, pájaro de cartón mojado, ya no vuela tras aquella nube de piel naranja de la que me enamoré desde la ausencia. Quise acostarme con ella, y cuando a punto de caramelo la tengo entre mis brazos de agua: disparos de bienvenida. Un policía me obliga que me tire al agua. “No sé nadar” le digo. “Aprenderás” me contesta. Nado contracorriente sin saber nadar hacia el tapón de Canarias.
La plata rizada del mar araña mi tráquea con sus cristales de sal. Turistas, veraneantes, flores al aire, legales, la cruz roja tropiezan con mis temblores. Mis ojos ya no respiran aventura, reto ni porvenir. Y aquella hélice de la patera de sueños que hace una semana penetró con tanta gracia en el vientre de la mar, esa nube azul de mitos, ahora se rinde hundida en un cajón de madera tras escollar contra las puerta del mar.
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