viernes, 14 de marzo de 2008
Verborrea
Hoy mis palabras no me llevan a donde quiero. Con ellas a cuesta doy mil vueltas a la manzana y no hay manera. Quiero meter el coche en mi garaje y no puedo. Y eso que mi alguien puso un rótulo de “prohibido aparcar” bien grande en la misma puerta. Libertad de pensamiento.
Toda la calle está abarrotada, infectada de turismos. Vehículos de incomunicación en tromba, en cadena, atascados que no encuentran plaza, ni entendimiento. En la Babelia de la calle donde vivo las palabras son alquitrán que huelen a gasoil a todas horas.
Todo está dicho. Y no tengo sitio donde dejar este escrito, descargar mi cuerpo. ¿Quién mandaría construir mi casa en un cruce de caminos? ¿O tal vez fueron estos caminos los que vinieron a desembocar a mi casa para que yo no pueda entrar en ella? Circumloquio.
Vivo en plena calle del mercado. Bullicios de vendedores ventean sus productos como platos al aire, blancos que esperan el elocuente tiro que los rompa en mil pedazos. Las palabras cada vez son más vulnerables. De tanto decir una cosa y su contraria perdieron credibilidad.
Hoy quisiera vivir en las afueras, en la diáspora, donde no hay problema de aparcamiento y cualquier palabra-texto –scripta manent- encuentra nítido el oído atento que la recibe indeleble con los brazos abiertos. Sin vuelta de hoja.
Debería llamar ahora mismo a los guardias de la grúa, para que me dejen el paso libre, pero los académicos de la palabra, prostáticos vejestorios, andan todos ellos ocupados en certámenes de sociedad.
El propietario del coche mal aparcado, esa palabra que ronronea con su motor gripado me dice ahora que mis palabras no son como los vehículos, ellas no tienen dueños, ni zona residencial reservada. Y es precisamente ese salvoconducto que las hace libres el que esta mañana no me permite decirlas ni tampoco me abre el paso para entrar libremente en mi casa.