jueves, 21 de febrero de 2008

Tiempo muerto



Mientras los demás vestíamos informalmente como muchachos normales de tercero de carrera, Salvador llevaba un terno rojo brillante. Y en la solapa, una flor amarilla de tela. El relleno de sus anchas hombreras suplía su mermado esqueleto. Salvador es de tronco escuálido y tiene pájaros en la cabeza. Trato escurridizo y de un espantado que espanta.

Salvador llevaba gafas tridimensionales y tras los cristales esmerilados me miró con el ceño arrugado como si me viera de lejos. Y esa distancia en su mirar encandilado tenía la culpa de que en la escuela todos lo viésemos como un bicho raro. Nadie a quien le pides los apuntes de Historia del Arte da un paso atrás como acorralado por el violador del ensanche.

Salvador, además de rehuir mi trato, no faltaba nunca a clase y tenía una letra maravillosa como la de aquellos monjes que copiaban en preciosos códices lo mejor de la cultura antigua. Los esquemas del estudiante catalán eran bellos acrósticos que facilitaban el recuerdo de la lista de las cerámicas de la China imperial.

Por eso aquella mañana, una semana antes del examen, busqué a Salvador para que me prestara sus anotaciones de clase. Lo encontré en la biblioteca. Con su bastón de oro apuntaba frente a la asustada estantería el canto del libro de Stephen Hawking, “Breve Historia del Tiempo”. Sin abrir la boca Salvador con semblante robótico le hace señas al bedel para que sin mayor dilación le alcance el ejemplar.

Del ojal de su chaleco nace una cadena de plata que desemboca lánguida en un diminuto bolsillo donde un reloj duerme dulces horas de ensueño en un cielo de jineteras. Cuatro botones negros como carcajadas excéntricas encaran su chaqueta, pero sólo dos la abrochan debidamente; el otro par, fijo y sin utilidad alguna, están cosidos directamente a su encuadre delantero.

Yo tenía que aprobar sin más remedio aquella bazofia de asignatura, pero al ver su hipócrita y alucinada estampa, opté por no pedirle ayuda. En situaciones de apabullamiento siempre me viene el mismo tema de conversación. Le pregunté tan sólo:

“¿Salvador, puedes decirme la hora?”

Y el de Figueras se saca de su chaleco un reloj de plata, tiempo plano, con la fórmula e=mc2 labrada en su tapadera. Me muestra su esfera blanda y sin apenas abrir su daliniana boca ribeteada por un mostacho de reprimidas puntas, me dijo:

“Tú mismo”.

Y fue entonces cuando me di cuenta de que su reloj no tenía ni números ni saetas.