lunes, 25 de febrero de 2008

No más lentejas




Llueve a plomo. Agua pesada, grave, persistente. Y encuentras a la mujer de pie en la cocina y de cara contra la ventana. Ella mira el llanto del agua sobre los cristales que dan a la plaza. El agua recala y desborda el plato de lo geranios del balcón. Pétalos de sangre tirados alrededor de cuatro macetas. Te paras a su espalda, a un metro de ella, y ves reflejado en el cristal su rostro quieto, impasible, y un paréntesis de puntos suspensivos que le aprietan las caderas, y en su cabeza el ruido de una lavadora en marcha.

La mujer no se da cuenta de tu presencia. Eso es lo que tú piensas. El gesto adusto de ella y el gris ceniza que se cuela de afuera, ambos tienen el marrón oscuro del color de la venganza. A pesar de todo, ves a la mujer serena, con esa tranquilidad irreversible de los que sufren el duro golpe de la fatalidad, como el que atacado de epilepsia aletargado queda tras una de sus crisis aterradoras.

La mujer espera que hierva el agua de la olla para echar dos puñados de lentejas. Uno y dos. Uno para ella y el otro para el hombre. El vicio de la costumbre: dos servilletas sobre la mesa, una botella de vino, una barra de pan, dos sillas y un cuchillo de sierra.

Vas a la alcoba: una mesita de noche con dos cajones. En el de la derecha: los calzoncillos del marido. Y en el otro: bragas y una caja de aspirinas para su dolor de cabeza. Y en el baño: dos cepillos de dientes, jabones, toallas y muchos tarros de potingue para disimular heridas y moratones. Vuelves a la cocina y en el fregadero dos vasos: restos de leche en uno, y el otro huele a veneno de ratas. La mujer sigue donde mismo, como antes, absorta en el llanto del agua, sin culpa. Tú en su lugar tampoco hubieras permitido que el lobo se comiera a la oveja.

No ves el pájaro que ella mira ahora y que se posa en la repisa de la ventana. La lluvia insiste. El gorrión no se inmuta, insensible como ella, indiferente a la lluvia. Tampoco la mujer se sacude las lágrimas de sus alas, no se limpia los retestines de sangre de sus manos. Si la mujer en este momento pudiera hablar, diría:

"¡Ya parará. No hay diluvio que dure mil y un días!"

La humedad se cuela por debajo de la puerta, la penumbra gris que inunda la casa se confunde con el olor a muerto que sale del cuarto de la ropa sucia. Oyes el ruido de la lavadora todavía en marcha. Y allí troceado y chorreando espuma roja te encuentras la cabeza del marido dando vueltas en el bombo de la centrifugadora.

Ha parado la lluvia. Gorjea el pájaro, crepita el agua que hierve. La mujer sale de su ostracismo. Echa un puñado de lentejas a la olla. Y cuando se dispone a echar el otro que le queda, le pones las esposas y le dices con respetuosa firmeza.

“Basta, mujer, no más lentejas, que tu marido hoy no vendrá a comer.”