
No necesito leer el Principito para darme cuenta de que mi hijo ve más allá de lo que sus ojos miran.
La muchacha al igual que nosotros guardaba su turno en la sala de espera de la consulta del ambulatorio. Yo contemplaba su bonito sombrero con el que cubría con elegancia los rizos dorados que asomaban insinuantes por la ladera de su cuello voluptuoso. Para mí aquel sombrero realzaba más aún su hermosura con ese aire volatinero y jovial propio de toda una bella señorita.
Mi hijo en cambio, debajo del atuendo de flores estampadas que adornaban la cabeza de la mujer, algo vería que ella ocultaba: unos inmundos gusarapos que roían a pedazos su cuero cabelludo. Y lo que para mí era un maravilloso manantial de hilos cristalinos, para mi hijo era todo un erial de trasquilones, trozos de piel amoratada que surcaban su casco de mordeduras por debajo del aquel sombrero embustero.
“Papá, ¿esa mujer tiene tiña?”
Yo ya estaba acostumbrado a las lógicas ocurrencias de mi hijo. Recuerdo cuando enterramos a mi suegro, entonces mi hijo me preguntó malhumorado:
“¿Por qué se ha tenido que morir el abuelo?”
Yo le contesté como mejor pude que el abuelo ya estaba muy mayor y que lo justo era que se muriera. Tras la muerte del abuelo al niño le dio por no comer. Y yo le insistía:
“Hijo, tienes que comer para hacerte fuerte y grande como el primo de Zumosol”.
Y él, cargado de razones, me contrariaba:
“De eso se trata, papá que yo no quiero comer ni ser mayor. ¡Para que luego me pase lo del abuelito!”
Por eso esta mañana cuando mi hijo me pregunta si la mujer que está sentada delante de nosotros tiene erisipela, yo le contesto para que no me coja en falta:
“Hijo, un adorno lo mismo vale para lucirse que para ocultar una pena, y es que esa mujer que ves ahí sentada es tan lista que sabe llorar a gusto, sus lágrimas son una gota de miel.”