miércoles, 30 de enero de 2008

Flor de almendro



Más de cuatro años que murió y aún oigo el estallido de sus lágrimas frente al acantilado del larguero de su cama.

Y murmuró entonces entre un carraspeo de toses cancerosas:

“Mujer, voy a morir sin remedio, me duele mucho la espalda. Y tú ahí sentada ¿no vas hacer nada?”

Pensé para mis adentros: “esta vida es una mierda”; pero no abrí mi boca. El dolor me amordazaba. Le cogí las dos manos con piedad. Y en ese apretón lleno de cariño, de silencios y de absurdos quise transmitirle un poco de esperanza. Y sentí el frío latido de mi hipocresía en sus venas de agua. Las maderas viejas del cajón de la mesita de noche crujieron también de pena.

El tacto caliente de aquellas mantas que cubrían el pecho helado del que fuera mi marido durante más de treinta años, el enlucido de las paredes del dormitorio, el ventanuco que miraba a los almendros del campo y yo misma anonada nos sentimos como un cero a la izquierda.

Eran tantas sus ganas de vivir que se hubiese enmaderado en el callado tronco del árbol que plantó la víspera de nuestra boda.

Aún es invierno y hoy he visto ya sus flores blancas sonriendo allá en el campo desde la ventana de mi casa. Y mi vivir no es vivir, sino “estrenar su vida muerta” en el sencillo aroma del recuerdo frente a los almendros esta mañana.