martes, 15 de enero de 2008

Antes muerta que persona


Aquel día en que la Buganvilla del rincón del pozo se murió hacía un frío de mil demonios. Y la veranera calcinada, antes de que se desintegrara como un tizón de arena, voló en un santiamén hasta las puertas del palacio de la reencarnación del reino de las plantas.

Tras su muerte la trepadora enfurruñada y pinchosa confiaba verse convertida en otra cosa, algo así como una nueva criatura superior y trascendente, una eterna enredadera de la que no pararían de borrar brotes y pezones de encendido encanto a todas horas.

Pero contra sus esperanzas incumplidas la Buganvilla al llegar al botánico de los cielos aún vestía el mismo ropaje andrajoso de su anterior vida vegetal: sus hojas negras, sus tallos rancios y secos, sus marchitas flores por el suelo. Y en medio de una destartalada estancia, más parecida al interior desangelado de la nave de un polígono industrial de las afueras del pueblo, se sorprendió a sí misma delante del pantocreator de las especies mutantes. La Buganvilla se quedó confundida al no verse automáticamente ennoblecida y transmutada en algo que le superara y trascendiera.

"Bueno, tú dirás, todos los muertos se merecen la vida, ¿en qué quieres convertirte? –le dijo el ingeniero celestial al arbusto sin ni siquiera decirle esta es tu casa, pasa y caliéntate."

A la Buganvilla le cogió de improviso la pregunta. Jamás en su vida le habían dado la oportunidad de elegir. Un arbusto como ella que nació entre espinas, y que su destino fue apechugar plantada al lado de aquel pozo ciego, no esperaba que le dieran a la carta su nueva reencarnadura. Y se quedó sin habla, apabullada, ya que no conocía eso que los humanos llaman el libre arbitrio.

"Mira, Buganvilla, -volvió a decirle el ingeniero de los viveros de las plantas del cielo- aunque no te lo creas aquí no tenemos todo el tiempo del mundo, que se nos amontona el trabajo. Detrás de ti esperan otros muchos que quieren librarse de sus cuerpos de tierra para convertirse en delfines de sonrisa infinita, liebres libres de hiel, culebras de cascabel, caballitos de la mar y hasta los hay que prefieren ser androides, sanguijuelas, medusas, tábanos y pirañas; pues yo no sé qué gusto encuentran en ser madera que no es la suya."

A la Buganvilla le costaba decidirse, no se había hecho aún a la idea de su nueva potestad: escoger lo que le apeteciera; por lo que le pidió al ingeniero de la fábrica de transmutaciones genéricas que por favor le echara un cable, que le ayudara, que ella no tenía por costumbre resolverse por tan peliagudo dilema. Ni siquiera sabía decir esta boca es mía, que de la tierra que venía los árboles crecen de pie y allí a nadie se le ocurriría preguntarle a la estrella polar por qué no sale de día. Las cosas eran así porque sí. A una simple planta de buganvilla le cuesta hacerse a la idea de que puede ser otra cosa.

Distendido el ingeniero se avino a la insinuación de la Buganvilla, y presto la condujo al salón de exposiciones, y allí cual airoso vendedor de cosméticos le fue enseñando una a una las lindezas de su escaparte: Fauna, Flora y el Humanitario. Tan sólo una salvedad le puso a la Buganvilla:

"De todo lo que aquí ves, podrás convertirte en lo que quieras. Sólo una cosa te está vedada. Nunca podrás optar por lo que no puedas ser."

La Buganvilla, arbusto sencillo, pero defensivo a la vez, sólo atinó a decir:

"Ya me decía yo que esto del libre albedrío, tal como andan las cosas allá abajo se parece al timo de la estampita."

A lo que el artífice divino un tanto contrariado le preguntó finalmente a la trepadora:

"¿O es que acaso, mi humilde criaturilla, querrá usted convertirse ahora en individuo humano?"

La respuesta de la Buganvilla no se hizo esperar:

"Mi, señor, perdóneme que le diga: pero antes muerta que persona, que no tiene envidia el cerriche de la espiga del trigal."