jueves, 17 de enero de 2008
Del color con que se mira
Eran sus ojos la cetra que de la tinaja sacaba sabrosa el agua. El panorama colmaba su sed de encanto. Los senos del cauce eran sus besos; la voz de la acequia, su música. Toda la naturaleza era el espejo de su estado de ánimo. Y por la noche todos los gatos eran pardos, sobre todo si no habían.
Y el espacio, el prado y hasta las piedras latían al unísono con ella. Su aliento y el viento formaban un mismo cuerpo. El aire era su deseo en flor, el polen de sus sueños. La luz, una tenue sonrisa. Y el árbol escribía allá en lo alto el redondel de una luna de humo que se dilataba o se contraía según fuera el ritmo del corazón versátil, instintivo y salvaje de la mujer del hombre.
¿Y si no fuera el paisaje, sino su dulce mirar el que bañaba de confianza y belleza todo lo que el campo abrazaba.... seguiría estando en calma el mar y aquella montaña esbelta pintada de nubes blancas? ¿Y su marido sería su clímax?
La vida era su visión, su peculiar perspectiva. Tan fuerte era su dolor que sus lágrimas eran la lluvia. Y al contrario: aunque helara o granizara, si ella estaba contenta, nadie pasaba frío. Y con sus ojos alegres vaciaba el pozo ciego de todo el fango acumulado tras la triste avenida.