lunes, 14 de enero de 2008

Amapolas en invierno


Hospital del dos de mayo. Sala de reanimación. Y esta tristeza de no saber lo que hay detrás de mi último suspiro. No me duelen mis trombos, ni la hemorragia, ni la carnicería del cirujano, ese hurón que raspa mis vísceras hasta dejarlas exánimes.

Me estoy muriendo. Lo que a mi me duele es no saber qué verán mis ojos cuando esto acabe. ¿A dónde me llevarán los pies que no conocen otro camino que no sea el que va de mi casa al huerto? ¿Qué es lo que tocarán mis manos acostumbradas únicamente a palpar tu cara, a sembrar cebada, a recoger el grano? ¿Qué comerá mi boca que se alimentó de tus besos? Sólo paladeó tu miel y degustó el agua. Yo no soy hombre para otra mujer que no sea la mía, esta tierra que florece con tan sólo mirarla. Y su piel que se enciende con el sol todas las mañanas.

Los castaños cuando llega el invierno suspenden su ciclo vital para reanimarse en primavera. Los árboles me sobrevivirán y esa es mi pena. Por eso hasta ayer no hice otra cosa que plantar palmeras para que tras mi muerte proliferen oasis y tortas de dátiles a mansalva para que mis hijos celebren una gran fiesta donde corra el vino y la sombra refresque el sudor de sus penas.

El anestesista me dice ahora “vámonos poco a poco, amigo Sancho, que en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño”. Y yo medio obnubilado le preguntó ¿y allá donde voy, doctor, habrá amapolas en invierno?