sábado, 12 de enero de 2008
De espaldas al Este
No hay fantasma que más miedo dé que la visión de nuestro propio espectro.
De espaldas al Este el perro no cesaba de ladrar a su propia sombra. El sol proyectaba una mancha negra por delante de su cuerpo. Paralizado el animal no se atrevía a dar un paso. Su barriga espasmódica sacudía inútilmente su falso temor como fuelle contra el viento. Cuanto más aullidos disparaba contra la nube emborronada que tenía delante de su cabeza, más levantado el rabo sobre sus patas esgrimía.
Así durante horas paralizado el perro aguantó su espasmo, quieto como una piedra sin resuello. Para el que escribe esta historia la angustia del animal no tenía sentido, era totalmente innecesaria, pero para el pobre animal su pena fue real, viva y muy cruel como las garrapatas que le chuparon aquel día de marras el aliento y la sangre.
Hasta que por fin el sol alcanzó el mediodía, sus rayos sobrepasaron al perro. Y esa sombra cruenta que delante del perro tanto le atormentó por la mañana vino a colocarse en la parte trasera del animal. Llegó la tarde. Las penas del animal desaparecieron. Cesaron los ladridos al viento. Se esfumaron las nubes negras. La sombra como la materia no se destruye, no se esfuma como el rocío al abrigo de la tibieza del día; permanece, sólo cambia de posición y rumbo.
Luego el que esto cuenta vería la sombra tras el lomo del perro no del todo contrariada por haber sido postergada a la parte menos vistosa, más bien la notó maliciosamente contenta, como si dijera: no soy menos aterradora desde aquí sin dar la cara, pues sin ser advertida puedo así hacer más daño a mis anchas.