viernes, 28 de diciembre de 2007
Pastor errante
Supongamos, ya que estamos en fechas navideñas, que caminaba un pastor hacia el portal de Belén como ese humilde caracol que deja trás de sí su estela de plata. A medida que avanzaba el pastor acumulaba, eso era lo que él creía, en su albarda el fruto premonitorio del final de su recorrido.
Como la araña que construye su andamio para cazar a su presa, así el pastorcillo Leví pensaba que su camino era el puente que le llevaría a su belén deseado, ver a la oveja de su sueño con el forraje sobrado.
Cada paso que el pastor daba era su esfuerzo acumulado céntimo a céntimo, gota a gota, grano a grano a lo largo de su viaje. Desde el desierto del Sinaí hasta llegar a los pastos de Judea, suyos eran los ribazos por los que andaba, suyas las amapolas y los días, las palmeras, las noches y sus luminarias, todo lo que veía eran los hilos que le guiaban hasta llegar a la esperada cueva. Allí por fin se resguardaría eternamente de los fríos y la lluvia. El total del haber de su cuenta a rendimiento pleno.
Fue entonces cuando Leví encima de aquel altozano volvió su cabeza para gozarse con su larga caminata. Quería refocilarse con sus pasos dados, sus esfuerzos, sus penas y alegrías. Y para su sorpresa nada de lo que había andado su mirada veía. Se habían esfumado por completo las veredas, los riscos, las sendas, las quebradas, la sombra de la encina, el agua fresca de aquel manantial. Hasta las huellas de sus pies habían desaparecido como se traga el mar la orilla del acantilado, igual que las olas borran las pisadas de la playa.
Pero no acaba aquí esta historia, que es también la mia, la de este pastor errante. Y es que al volver Leví su vista atrás, ni él mismo estaba. Y yo muerto.