jueves, 27 de diciembre de 2007
El viejo Simeón
No todo lo que brilla es eterno. Y esta burbuja que se balancea deslumbrante ahí fuera en las ramas del abeto del parque encubre otra hermosura imposible.
Esta mañana el viejo Simeón se toma un café bien cargado en el bar de la esquina para aplacar el ascua de su nostalgia, las espinas de la navidad de un niño perdido e irrecuperable, la inutilidad de la espera.
La lluvia fuera llora en silencio. El frío encoge la conciencia y adormece al osito de peluche en los brazos de su madre. Charanga de villancicos, celofanes de colores ofuscan a los pastores, a la estrella de hojalata, y al mismísimo rey Herodes, que así se llama el dueño de esta cafetería de nuestro belén y retablo, falsas imitaciones de otras copias a medio hacer.
Y la burbuja blanca de algodones y de espuma, de amaneceres pintada, posa su precioso vuelo ante los ojos cansados de un viejo que de tanto esperar en vano se quedó ciego. Un copo de nieve herido se pierde entre la gente de la barra que se toma en este bar de encrucijadas su carajillo de soledades con anís seco, y luego en la tienda de enfrente comprará a precio de saldo sueños a dos reales.
Simeón siente ahora el gemido de la paloma que se posa entre sus manos arrugadas. Necesita de sus alas, de su canto para alumbrar su ceguera, para traspasar la muerte.
Limpiar quiere el ciego ahora las motas de la ceniza de la cara del niño del pesebre, esplendorosa burbuja empañada por el tufo del bar, los aplausos mudos del teatro de la plaza, por la pugna de las listas en la sede del partido, por el sudor a vino de los clientes de la tarde.
Ante la fragilidad de su blancura el viejo ciego no se atreve a tocar a la burbuja, la cara resplandeciente del niño, no sea que sus manos torpes espanten el candor de su sonrisa que amanece.
En esta mañana de ilusiones mojadas Simeón me susurra al oído:
“¡La belleza es tan efímera... No aceleremos su ocaso!”