sábado, 29 de diciembre de 2007
Felices los pobres
(Cuento de Navidad)
Le enseñé el deneí. El guardia dijo que le mostrara también mi autorización como vendedor de clines.
“No sabía que para ser pobre necesitaba ese papel.”
Ajeno a mi descaro, el agente, muy amable, trató de ilustrar mi vacío legal:
“El intrusismo es una práctica muy generalizada en todas las profesiones. Por Navidad la piedad ciudadana se ve acosada por un fraudulento sentimentalismo que vulnera el derecho de las personas a su estabilidad emocional. No lo digo por usted, pero en estas fiestas hay quienes se inventan mil patrañas para despertar de mala manera la compasión de las buenas gentes.”
De antemano ya sabía que mi protesta no serviría para nada, pero careciendo del certificado que el gendarme me pedía, no me quedaba otro remedio que subir el tono de mis palabras:
“Llevo quince años pegado a este semáforo de la avenida de los Derechos Humanos vendiendo pañuelos de papel a precio de caridad callejera. Exabruptos compasivos de conductores me rehuyen como a la lepra. Me ha costado mucho esfuerzo consolidar este puesto. ¿No querrá, señor guardia, que lo abandone ahora así como así?”
Cual palomo herido en pleno vuelo me dirigí al paraninfo. Las clases ya habían empezado. Me senté al lado de un conocido trilero de la calle mayor. El profesor, de espaldas a una pantalla blanca en la que se leía "Felices los pobres”, comentaba unas diapositivas acerca del comportamiento ejemplar del pordiosero. Los asistentes tomaban nota como remeros amanuenses al ritmo del látigo de las palabras que salían de su meliflua boca. El limpiador de parabrisas de la gasolinera de la ronda sur que estaba a mi derecha me insinuó que yo hiciera lo mismo, que con sólo presentar luego los apuntes me darían automáticamente el permiso municipal.
Como el resto de mis colegas me puse a escribir como otro encadenado escriba. Al terminar la charla pasé a limpio como mejor pude lo que consideré lo más importante. El profesor, antes de darme el diploma firmado por el director de la Escuela y sellado por el excelentísimo señor alcalde de la ciudad, se puso a leer el resumen que yo con tanto celo había preparado:
“Para que el platillo de vuestras limosnas resuene a villancicos de gloria debéis elegir bien vuestras prendas. La caridad popular debe compungirse, no de vuestra pobreza, sino de vuestro harapiento atuendo. En el interior del colchón de vuestra cama puede que atesoréis la Biblia en pasta, pero vosotros seguiréis siendo pobres. El éxito de la mendicidad depende mucho de vuestra imagen. Somos lo que aparentamos.
Así como un político con calcetines verdes, una chaqueta de colores a cuadro o el nudo de la corbata desapretado no conseguiría nunca un voto, vosotros si no lleváis de mascota un perro atiborrado de pulgas y una mugrienta manta sobre vuestros abatidos hombros casposos, no os comeréis una rosca.
Necesitáis cuidar vuestra mala estampa, la caída lastimera de vuestros ojos, las faltas de ortografías en vuestro cartón de reclamo. No se os ocurra extender la mano a la piedad de una dama y que vuestras uñas estén más pulidas y recortadas que las de ella. Con una camisa blanca, un peinado abrillantado y un terno azul impecable pareceríais más bien un diputado. Nadie se apiadaría de vosotros.
Vuestro oficio es convencer a vuestros benefactores de que, gracias a vosotros, ellos son lo ricos, los guapos, los felices y los buenos. Vosotros debéis aparentar lo que sois, unos muertos de hambre, el sufrido camino por el que los pies de los viandantes se abren altivos.
Y si alguna vez frente a vosotros se parase un alma caritativa que resultara inferior a vosotros, inmediatamente aplanar vuestra altivez y compostura. Recordad que los abatidos sois vosotros. Tampoco se os ocurra mirar directamente a los ojos del buen samaritano. La sola intimidación de vuestra mirada lo ahuyentaría y os quedaríais sin su humanitaria ayuda. Y el pañuelo con que el que aliviáis las legañas de vuestra desgracia, a ser posible que no esté recién planchado, que no huela a jabón, que se confunda más bien con el trapo de limpiar la varilla del aceite del coche.
La imagen es lo que cuenta. Esa es vuestra verdad. Lo demás, las ideas, los sentimientos, vuestras intenciones, la moralidad.... son actos, patrimonio del alma y el alma la pintan calva.”
Y que vuestra labia engatuse. Pero no con la verborrea de un mitinero a sueldo, sino con la contundencia y brevedad propia de los profetas. Mirad a la serpiente, reptil asqueroso donde los halla, y nunca lustre y unción parlamentaria hubo en la historia más persuasiva y operante que aquel su escueto decir: “comed, seréis como dioses”, que bastó para arrebatarle al mismo creador su clientela.”
Cuanto más repugnante sea la halitosis que salga de vuestra boca, más convincente serán vuestras lamentaciones. La verdad no se esconde en un pozo, la debéis dibujar en vuestros ojos de corderos sacrificados, en la soriasis de vuestra piel acartonada. Si queréis sacar rentabilidad a vuestra pobreza no cubráis las costras de vuestro talones con calcetines de seda....”
El profesor luego de acabar la lectura me dijo:
“Muy bien. Ha sintetizado usted de manera correcta el espíritu de nuestras enseñanzas. Pero lo siento. No puedo entregarle la autorización. A sus apuntes le falta lo principal. Por ahora a usted le está terminantemente prohibido ser pobre. De persistir en su propósito le aconsejo que se presente a la convocatoria del año que viene.”
Se me cayó el alma a los pies, si es que los pobres tenemos alma. Con todo aún me quedaron fuerzas para preguntarle:
“¿Y se puede saber, señor profesor, que es lo que me he comido en este resumen que su boca no haya escupido para que mi candidatura a pobre sea, así sin más, rechazada?”.
“Por supuesto. En su escrito en ningún momento hace usted mención al título de nuestra charla. ¿Cómo ha podido usted silenciar los más importante? ¿O acaso no recuerda el "Felices los pobres” de la pancarta con la que abrimos la sesión?
“¡Pues claro que me acuerdo! Pero a mí, señor catedrático, desde muy pequeño mis padres me enseñaron no decir mentiras".