martes, 18 de diciembre de 2007
El Palo del Almirez
Mi casa está llena de relojes. En el trastero, en el baño, en el pasillo. Hasta en la cocina el almirez luce un dial con su zigzagueante hora.
En cuanto la cresta del alba pinta con su mala leche las tejas de mi cuarto, allí está mi padre con el huso horario entre sus manos:
“Nene, levántate que son las siete.”
Y repetidamente me lo esclafa como un melón sobre la testa. Una de las manías del viejo es que yo no llegue tarde al instituto. El dios Cronos, el tragaldabas de la eternidad castró a su padre y se engulló sus genitales. Yo nunca haría lo mismo con mi padre. Además de buen dormilón, soy vegetariano.
Mi padre se siente poderoso y se engaña. Se engaña como el relojero que piensa que por atrasar dos rayas las saetas de su seiko le va a robar un cacho de hojaldre a la empanadilla del tiempo.
Mi padre también se cree libre porque vota cada cuatro años; en cambio el pobre no puede quedarse dormido sin recontar los billetes de su caja fuerte. No sabe mi padre que el sol, como los carceleros del centro de inmigrantes de Málaga, también duerme, bebe y folla con sus internas, las estrellas del sur. No hay padre que pueda con las sombras de un sol ardiente.
El se cree que si no me llama, me echarán del instituto. Desconfianza. Dependencia. Por eso está harto. Estorbo. Pero no fui yo. Fue él el que me hizo con aquel polvo apestado de gasolina en los asientos traseros de un coche de segunda mano.
Mi padre está hasta el gorro de su hijo. Anoche precisamente mientras me refocilaba viendo a la Maribel Verdú en “Huevos de Oro”, me saludó con su ironía acostumbrada:
“¿qué, hijo, culturizándote?”
Yo me callé como siempre. Mi respeto filial me impidió contestarle: “A ver si sólo ennoblece e ilustra el telediario de sangre que usted se chupa como un colgado todos los días del año”.
Lo que más me fastidia del viejo, no son sus repentinas dianas, ni tampoco su desaforado toque marcial e intempestivo, sino que se meta con mi pelo. Llevo mi casco como me da la gana. En mi cabeza llevo configurado el número de mi deneí. Engalanado como un emperador americano su laurel bélico, airéo yo en mi sien hasta la letra que me identifica como usuario del erario público. Policía y Fisco, Represión y Seguridad son el lóbulo neuronal del hipotálamo de mi existencia terrena. Y si hay algo en esta vida que no soporto, es que alguien se meta con mis señas de identidad. Aunque este sea mi progenitor automovilístico.
Me vuelve a llamar mi padre. Sus voces taladran precisamente mi cerebro en el punto justo donde la letra del nif embellece lo más estético de mi tocado.
Mañana seguro que esto no me vuelve a ocurrir. Me levanto. Cojo la maquinilla de afeitar y me rapo como un bonzo, desapegado de autoridades y regalías, mi somnolienta cabeza.