(Perdón por esta crónica de la que todos estamos ya hasta los cataplines)La loca corriente de aire entró por la ventana de un salón de sesiones en plena Cumbre borrascosa. Un látigo de ideas confusas vapulea la mente aturullada de quienes quieren mandar y no saben. Hacía viento aquel día. La prudencia y la imaginación andaban escasas y arremolinadas por el calentamiento del planeta.
Un hombre no paraba de hablar. Otro intentaba hacerse obedecer por encima de los demás, pero sin encontrar súbditos que se dejaran querer. Blablablá.
Con este barullo es imposible articular enmienda. Difícil enderezar el cambio climático, si ni siquiera podemos amainar una pequeña sacudida de nuestro mayestático porte.
El hombre que interrumpió la conversación, el del cetro empuñado, no tuvo en cuenta lo que le había dicho su padre antes de abdicar:
“Hijo, si no quieres quedar desautorizado para siempre, nunca mandes lo que tus vasallos no puedan cumplir. El silencio, la discrección es la garantía a perpetuidad de nuestra azulada dinastía. En boca callada no entran moscas”.
Pero ese día un mal aire acabó con su regia compostura. Y como una furia se deja llevar por palabras plebeyas que pasarán al libro Guinness de los records como latiguillo para sordomudos.
“¡Por qué no te callas!” -le dice el hombre al otro hombre, al del capelo encarnado, que quiere utilizar este barullo para llevarse también su gato al agua.
Las palabras son para hablar, para el entendimiento, no para cerrar cremalleras. Han pasado unos días después de este farfullero incidente.
Y en el supuesto de que el hombre, el del cetro dorado, piense que nunca debió salir este gazapo de su boca soberana, y el otro, el de la pañoleta roja, admita que no está bien hacer leña del árbol caído, los dos siguen engrescados. Qué un mandamás no ha nacido para desdecirse sino para poner sus huevos encima de la mesa. Coherencia programática o lo que es lo mismo comportamiento testicularmente incorrecto.
En política -dicen- que los errores se pagan. Esperemos.