miércoles, 21 de noviembre de 2007

Sidr


Mis manos, no son los mías. Nado en busca de mi aliento y me encuentro sin latido azotado por tus brazos, látigos destemplados a 240 Km/h. Mi mirada son tus ojos desencajados. Mis pasos son tus andares de vértigo. Tus olas lenguas de siete cuchillos, estrellan mi cuerpo contra el acantilado. Y escucho con mis ojos los latidos de más de cinco mil muertos sin pueblo, sin pesca, sin velas ni epitafios. En Bangladesh, el país más pobre de la tierra, la muerte se vende a precio de saldo. Y en Estados Unidos muere una mujer que le deja de herencia a su perro 12 millones de dólares.

Tus aguas enlagunaron el vientre de mi barco desvelado. Nubes negras al galope, caballos encabritados empotraron sus pezuñas contra mi casa de barro. Mi pequeño huerto destrozado, los animales ahogados, mis hijos, el búcaro de mis flores hecho añicos por el suelo.

El árbol dócil, desenterrado, por la corriente arrastrado me dice:

"¡Déjate llevar por las alas de su vuelo! Es la única manera de vencer al temible Sidr".

Te soñé demasiado. Confusión, extrañamiento. Traspasé la oscuridad del huracán, abrí mi pecho a los rayos de la tormenta.

Luego el rumor del mar me despierta embadurnado con la espuma de tu cara. Repaso con la lengua mis labios y paladeo tu dulce sabor salado. Le agradezco al dios Eolos que me haya traído a la orilla de esta playa luminosa. Froto ahora mis ojos con estas manos que son las tuyas y veo que tu azul es mi azul. Mi silencio es tu serenidad y mi quietud. Y lo peor o lo mejor que me pasa, es que no me sorprendo, ni me duele el no ser yo, que la muerte nos convierte a todos en lo mismo.