lunes, 12 de noviembre de 2007

Se llamaba Carlos


Estación de metro. Legazpiz. Un joven de 16 años vive en Vallecas con su madre y su abuela. Sueña con un mundo para todos. Ayer se dirije a una manifestación en favor de los inmigrantes de Useras. Y allí mismo es apuñalado por otro muchacho de ideología contraria. El muchacho muere en el acto.

La muerte no tiene nombre ni apellidos. Nadie debería hacer apología de un muerto. Es inútil sacar partido a la sangre de un corazón asesinado. Cualquier muerte es un crimen, un pecado. Hacer de ella una bandera carece de sentido. Pero hoy el muerto es la misma juventud guillotinada, un sueño truncado. Esta mañana la muerte se llama Carlos.

¿Cuánta gente debe de morir violentamente para que de una puñetera vez nos convenzamos que este no es el camino?

La muerte está en todas partes: en la cama, en la carretera, al pie de los caballos, junto a la broca de un pozo, en la mina, en el andamio .... La muerte la llevamos a cuesta, en los talones, en nuestros genes. Pero esta manera prematura, intempestiva, xenófoba, traicionera de la muerte de allanar la vida de Carlos no tiene nombre. Su muerte no me cabe en la cabeza, como tantas otras. Traspasa la razón y estrangula la yugular de mi sentir más instintivo.

Dicen que la muerte es un misterio. Pero para mi esta muerte no tiene vuelta de hoja, es el cuchillo del fanatismo en persona que envilece nuestros valores de convivencia y cordura.

¡Y qué vida y qué muerte tan disparatada vivimos!

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