domingo, 4 de noviembre de 2007
Oficio de difuntos
Alguien me dio su mano. No dije nada. Se hizo una lágrima callada y un beso, el último. Luego vino un largo silencio, un vacío que al día de hoy aún dura.
Muchas cosas siguen igual que cuando vivía. El agua de la acequia, apacible y sin resistencia, bordea el camino de regantes. Las flores de los almendros, han rebrotado de nuevo.
Ahora las risas de mis nietos llegan hasta aquí. Están columpiándose en el chinchorro que les atavié aquel verano entre las dos moreras del poniente de la casa. El grifo de la cocina sigue con su goteo imperceptible. Las gallinas, ponen puntualmente sus huevos. El viernes pasado mis hijos labraron los naranjos. Y esa manta de remiendos vivos con la que yo me tapaba los pies en el sofá media hora después de comer, es la misma manta con la que mi mujer abriga esta tarde su cuerpo, mi cuerpo perdido, para ver la novela de la tele en sus siestas de invierno.
¡Ay cómo me aviva ver el fuego de la chimenea encendido! Se huele a olivera quemada. Las paredes sonrosadas. Y fuera, la lluvia lava de royas las hojas de las nogueras. El perro como siempre acurrucado en la estera.
Al albaricoquero se lo come el piojillo, pero no me importa. Eso también pasaba cuando yo estaba vivo.
Me reconforta que los cipreses levanten sus crestas al cielo, que sigan dando sombra y cobijo.
Aquí metido no tengo motivos para llorar. En el olvido no cabe la tristeza. Feliz es mi añoranza perdida. Con no sentir nada, me siento bien en compañía de todos los que me precedieron. Todos agrupados en la misma piña de este vacío que un día fue granero de grandes silos. Sé que no puedo resucitar el pasado, pero me consuela saber que pude sembrar el futuro. Decía Proust que “en ninguna parte germinan tantas flores como en el cementerio”.
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