sábado, 3 de noviembre de 2007
Ayer cuando estaba vivo
Ayer mis ojos era un manantial de agua clara. Dos chorros de luces vivas.
Aquella noche de tormentas se desplomó la lámpara del templo. Carbones de cemento tapiaron las ventanas de mi casa. La iluminaria del tiempo rompió sus horas contra el altar de mis pupilas dilatadas. Se desplomó mi memoria, también mi conciencia. Todo quedó a oscuras. Hoy estoy ciego, desazulado, amnésico y envuelto en las cenizas de esta nada.
Esta mañana he ido al cementerio. He abierto mi tumba. Las agujereadas órbitas de mis ojos escupen materia oscura. Todo a mi alrededor es ceguera.
Las dos fuentes apagadas que ayer coloreaban el amanecer de mis cuartillas, el rocío del alba, hoy son un libro al que una mano de platino arrancó de cuajo todas las hojas de su viejo lomo. La carne sepultada de mis deseos hoy son dos cuencas secas.
Ayer cuando estaba vivo derroché la luz y el agua. ¡Ay si hubiera guardado los colores del universo en el maletín de mis pinturas frescas, ahora iluminaría las praderas de estas noches sin luna!
Si ayer, cuando estaba vivo me hubiese quedado con un resquicio de aquella luz que me desbordaba, hoy muerto, por la mirilla de mi sepultura, contemplaría el nogal de la puerta de mi casa.
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