miércoles, 7 de noviembre de 2007
Estruendo a media noche
Ladra el perro. El cristal de la noche se rompe. Cesa por un momento el aullido. Y una plenitud vacía inunda de oscuridad sublime todo lo que la mirada no alcanza.
Y es la paz, que no la muerte, sino el silencio fecundo, en medio de este fragor enmudecido, murmullo de estrellas que se rozan, que se arañan, el que me lleva a consolar mi dulce pena en las luces blancas de la luna que se han posado encima del rosal que huele a nube.
Cultivo yo una rosa debajo de la parra, una realización personal que se desvive por ser siempre aroma y eterno paladar de buen vino. La vida es una bodega. Contemplo como la rosa roja de mi sangre y la uva que cuelga del parral, ambos son pisoteados en el lagar de esta noche de aullidos fríos. El perro ladra de nuevo. Y antes de que la rosa se apague de miedo la cojo y la reavivo con el oxígeno de mis lágrimas de agradecimiento por permanecer vivo todavía.
No veo al perro, pero sé que está ahí al acecho tras la noche de crujidos estelares. Mi madre me dijo un día que el perfume de las flores es bueno para ahullentar a los lobos.
Mañana voy al pueblo. No conozco a ningún muerto que me haya dado las gracias por dejarle un ramo de flores en la puerta de su casa. Con todo yo siempre que voy al cementerio pongo una rosa en la tumba de mi madre.
Y huelo a ella en el aroma de esta rosa rescatada del zarpazo de un estruendo a media noche.
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