Bigote bien recortado. Debajo del brazo lleva una carpeta en la que dice “morosos”. Don Eurídices es inspector de Hacienda. Ojos escrutadores. Nariz fisgona y andares de gato olfatea por las calles un pájaro descuidado. Mucho tiempo lleva tras su presa escondida, un contribuyente del fisco tardón y desmemoriado.
Un día de torrenciales en que las correntías atascan las alcantarillas, por fin el cumplidor funcionario consigue echarle el guante al incívico ciudadano en la boca de un desagüe. Busca el muerto de hambre algo que llevar a su boca.
Le pide todos los papeles habidos y por haber: la contribución urbana, el permiso de reunión, el de tránsito, las tasas del aire, el impuesto de residencia; ... y nada.
El pagano pagador se justifica:
“me trajeron a esta ciudad sin contar conmigo, justo es que cargue con mis cuentas el hacedor de mis días, que yo no soy dueño de nada, ni siquiera de mi vida, que sólo quiero ver como sale el sol y esperar tranquilo el atardecer de mis años.”El cobrador de la agencia tributaria salta en cólera y le dice al infraganti deudor que le muestre su deneí para formalizar el atestado por impagamentas al estado.
Y cual no fue la sorpresa de ambos al comprobar que los datos (foto incluida) de los dos eran iguales.
Los dos acabaron en el tribunal de cuentas por suplantación de identidades. Y al día de hoy los dos cumplen condena en la misma celda. Y se pelean a diario por saber quien es quien, o quien de los dos es cada uno.
Y al hilo de este incidente del que un día fui testigo me viene al recuerdo aquel loco perdido que vagaba por las calles y mercados de un pueblo abandonado en busca de sí mismo, sin saber que debajo del brazo llevaba su propia cara, la suya, con la que siempre iba disfrazado.
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