martes, 16 de octubre de 2007
Mordaza
Nació con el presentimiento de que le habían robado.
Luego a lo largo de su vida siempre llevó consigo esa sensación de cabreo, desconfianza y hermetismo que se reflejaba en la tirantez de sus cejas, en su andar esquivo, su nariz fisgona, sus orejas humilladas.
Timoteo antes de dar un solo paso miraba primero a las cuatro esquinas, a la farola, al caño de la fuente, al sospechoso transeunte, a la estatua del parque. No se fiaba ni del apuntador. Siempre estaba a la defensiva. Era extremadamente reservado. Timoteo no hablaba ni con su sombra siquiera. Le faltaba el aire. Siempre se le veía agobiado.
Detrás de cualquier cosa esperaba encontrar a quien un día antes de nacer le robara aquello que para él era lo más valioso de su vida. Y es que nadie se explicaba como Timoteo podía seguir vivo con esa angustia de no tener nunca lo que tanto necesitaba.
A todas horas se sentía indignado. Con el hacha siempre levantada. A oscuras al igual que Zeus tras ser engañado por el astuto Prometeo, el ladrón del fuego eterno.
Todos le temían y sin razón, porque Timoteo tenía sobrados motivos, justificados argumentos para comportarse de forma tan reservada y a la vez excéntrica.
Hasta la fecha podemos vivir encadenados, atados, prisioneros de nuestro palomar de barro, pero no conozco a nadie que pueda vivir con su alma amordazada. Y es que a Timoteo nada más nacer el diablo afásico y zafio le había robado a traición la palabra.
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