miércoles, 17 de octubre de 2007
El amasador de mi abuela
Es madrugada y me despierta la lluvia y recuerdo que mi abuelo me decía:
“Nene, cuando llueve hay que dejar todo lo que uno lleva entremanos, quedarse quieto y mirar el agua como si fuera la primera vez. La lluvia es como una mujer vestida de novia. Todo el pueblo sale a verla. Incluso aunque sean las cuatro de la mañana hay que levantarse para no perdernos el desfile.”
De pequeño yo tuve unos granos en las palmas de las manos que me apretaban la carne por dentro. Entonces creí que eran los ojos de todos los diablos en manada que se apoderaban de mi cuerpo como si fuera su feliz hormiguero, mi peor pesadilla.
Y esta mañana temprano oigo llover y me tiro de la cama. Salgo a medio vestir a la puerta de la calle y me paro embelesado a contemplar el lubricante deslizamiento del agua, una cortina de plata que acaricia y limpia mis ojos lagañosos.
Me acuerdo también que mi abuelo me decía:
“Esta noche va a llover
que lleva la luna un aro
y a mí me duele en el pie
el juanete y este callo
que me lleva a mal traer.”
El niño de ayer, aquel de las pústulas infernales, hoy ya mayor, despliega sus manos bajo la lluvia y ve como los ojos de aquellos diablillos de su niñez olvidada salen a escape de sus manos curadas por el agua.
Y oye de nuevo al abuelo que le dice:
“Es buena esta lluvia, hará cantar a las ranas, dará alas a la mieses y llenará de mantecados el amasador de la abuela.”
Una boria de plata empaña el cristal de la ventana, y el niño de ayer con el dedo de su mano dibuja esta mañana soles y lunas, corazones y chimeneas encendidas que saltan y lloran de alegría al ver una lluvia divina que cae a la madrugada.
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