Hay árboles serios, filosóficos, los hay también alegres, románticos y mimosos. El árbol que tengo frente a la puerta de mi casa es una palmera datilera, una mezcla entre razón y sentimiento, docilidad y resistencia. Con ojos de verde esperanza la palmera mira al horizonte más abierto: el “mar nuestro” donde vivo. De su esbelto cuello caen generosos racimos de miel, alimento, paz y medicina.
Cuando el pasado invierno la nieve y el frío cubrían de escarcha los arrozales de la ribera, la palmera lucía su sabio brillo, balanceaba sus verdes brazos frente al acososo de la mezquindad y la avaricia de una guerra incomprensible, eterna.
Hasta hoy la palmera ha sido solaz de tórtolas inocentes, columpio de sencillos gorriones, divertimento de jubilosas mariposas, ha resguardado nuestra casa de los vientos, de las olas que en tromba amenazante desequilibran nuestra estabilidad merecida.
Esta mañana humedecido pinta el verde de sus ojos amarillos. En sus dadivosas manos de oro he visto gotas rojas de sangre dolorida, coágulos de niños asesinados. El escarabajo mina el palmito de su corazón sabroso.
La siento triste, alicaída, hasta sus raíces se resienten de las matanzas atroces que le llegan desde la deforestación de la Amazonía, la franja de Gaza, los nueve niños muertos ayer en Irak que ya no son noticia, los pesticidas. La palmera sabe que una plaga de escarabajos hambrientos la devoran por dentro.
Y con rostro apenado me comenta:
“Si la humanidad es capaz de bombardear un mercado en Basora, quemar la piel del planeta, desnudar el cuerpo del monte y dejarlo en carne viva ¿qué no haréis con nosotros los árboles? ¡ya no serviremos para que los niños cuelguen ágiles y pilluelos su sonrisa sobre la alegría de nuestros brazos mecedores!¡Por favor acabad cuanto antes con el picudo rojo que a la extinción nos condena!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario