domingo, 28 de octubre de 2007
Los peces lloran de noche
Casi de madrugada doy por fin con el maldito Buk. Lo encuentro agazapado en una lúgubre cantina del malecón. Un vaso de vino y un folio manchado encima de la mesa. Está solo, como siempre.
Me mira provocador sin abrir los ojos. Y me espeta un tufo de babas, palabras-espumarrajos que le cuelgan de sus labios de orujo:
“Yo nací para eso,
para robar las rosas
de las avenidas de la muerte”.
El antiguo cartero se refugia a menudo en este sucio garito de perdedores desvelados. Y me acuerdo que a mi madre un día se le coló su valioso anillo de boda por el sumidero del patio. Se quedó viuda muy pronto. Y es que los mejores tesoros pululan por los más oscuros tugurios. O lo que es lo mismo: hay que llevar mucho cuidado con los batracios que se visten de colores muy llamativos.
Estaba seguro de que encontraría al viejo Buk desentendido y a oscuras en su propia derrota, borracho de su locura nihilista en un antro como éste.
Por la bocana del puerto el amanecer aclara la sábana desplegada de un mar que se despereza y se lava las lagañas que la noche le dejó en el alma. El viejo Buk deja de mojar su sórdida pluma en el vinagre de su tintero de poemas underground. Abre por fin los ojos y me dice:
“No no temas, muchacho, tú ya sabes que no acostumbro a escribir de día. Mis poemas, una vez salido el sol, no apestan, no te morderán el cráneo. Las tinieblas no son tan malas como dicen. No en vano la luz se esconde bajo su negro manto. Pero dime ¿a qué coño has venido?”
Y le respondo:
“Señor, vine sólo a pedirle que haga callar a sus versos que dejó junto a mi puerta. Un lastimero quejido como un hacha de siete filos sale del fondo del mar y no me deja dormir, que siento a los peces llorar y toda el agua son sus lágrimas”.
Y el viejo Bukowski, ahora más sobrio, me dice con una ternura que no siento:
Pues duerme de día, amigo, que los peces lloran de noche.
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