“Todo el mundo me conoce por la calle y me saludan por mi nombre, de forma que es muy difícil perder la identidad en esas condiciones”.
(Palabras de Pasqual Maragall al anunciar ayer que padece Azheimer)
Las palabras como los nombres son como las personas: nacen, crecen, se desarrollan y mueren. De hecho las palabras cuando la especie humana desaparezca, dejarán de llamarse, de respirar. Pero para mí que la palabra sobrevive a los muertos. Es más, hasta los resucita y los lanza de sus fosas vivos y frescos como hace el agua con los centollos de la ría.
Ayer por ejemplo sin ir más lejos alguien me nombró al calandrija. Y a mí me pareció ver aquel vecino de la casa de mi madre, con su gabán y su boina nuevos, su melena blanca, el resuello de su respiración de menta.
Años que para mí este buen hombre y sus cosas estaban fuera de órbita. Criando malvas desde antes de la guerra allá estaba donde los cipreses huelen a mortaja. Las palabras evocan y resucitan la historia. Que su memoria no es retrospectiva, que no tienen los ojos en el cogote las palabras como el resto de los mortales, que su mirada la tienen delante, en la frente: una luz que ilumina todo lo que ellas con sus evocadores tonos pintan.
Puede que nuestro particular patrimonio verbal se deteriore, pero nadie podrá decir que la palabra se morirá de aburrimiento, que su misión es nombrar las cosas, llenar su vacío para que no se mueran. Aún huelo a cebolla cuando oigo aquellos versos de Miguel Hernández:
“Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.”
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