lunes, 8 de octubre de 2007
La culpa del perro
Deambulas sin rumbo por la ciudad. Como toro estoqueado a retrancas te apoyas en los zócalos de las esquinas, abrazas el tronco de los árboles, besas las farolas y hablas con los fantasmas del aire a solas. Bebiste más de la cuenta. No para olvidar, sino para recordar que eres un fracasado, que tu mujer te desprecia y que naciste con las alas rotas.
No quieres volver a casa, al menos hasta que tu mujer rendida de sueño no se haya acostado. No quieres escuchar sus quejas, ver tu indignidad en su cuerpo golpeado.
Al pasar por el puente viejo rechazas la idea de tirarte al río. Prefieres romperle una chilla en la cabeza a la santa de tu esposa, encerrarla en el armario o echarle tus orines en plena cara.
Los molinos del agua pulverizarían en un momento el grano envenenado de tu mala suerte y ella agradecida por fin se vería libre de tus trompazos, sus moratones, tu crueldad. Pero no, eres un cobarde.
La noche ya es muy entrada. Un perro husmea en el contenedor de la esquina y te sigue como si te conociera de siempre. “¡Quita, chucho”. Y le propinas un puntapié en el hocico como si fuera tu mujer.
El perro insiste tras tus pasos sin camino. Es cabezón a rabiar. En el fondo te agrada que el perro te acompañe. Por fin los dos llegáis a la oscuridad de la noche, al final del malecón, allá donde la muerte sustituye a la culpa y el perro de sus envites te lanza al vacío.
A la mañana siguiente tus ojos despeñados y yertos vieron desde el cañar del río a tu mujer que acariciaba a un perro callejero.
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