El niño, hipnotizado por el disco de oro que todas las mañanas le sonreía por la ventana de su habitación, decidió salir en busca del sol. Heliodoro, que así se llamaba el niño, se encaramó al ovni de su irresistible sueño y puso su nave rumbo al mismísimo corazón del rubicundo Apolo.
Y llegó hasta la raya misma donde acaba la tierra. Hasta aquí: todo bien. Pájaros de colores, nubes de nata y chocolate, montañas rusas, tiovivos, cachirulos, clavileños, cometas...
Luego todo se complicó. Cada vez que Heliodoro pisaba el acelerador de su trasbordador onírico y superaba la velocidad de los rayos beta, el cuerpo del niño empezaba poco a poco a encogerse al igual que lo hacen los higos cuando llega el otoño. Los brazos, sus orejas, los pies, Heliodoro entero, se encogía como la Alicia del cuento. Y decidió no forzar la máquina de su sueño para no verse reducido al cero cósmico en un firmamento perdido donde sus padres jamás le encontrarían.
Heliodoro esta noche está inquieto por su fallida odisea. No puede conciliar el sueño. Su madre le canta ahora al hijo aquellos versos de Alejandro Casona en los que la rana “fondona” le dice a la luna enamorada:
“Yo no quiero que me saques,(Encanto de Luna y Agua)
ni ser estrella de plata,
que yo tengo sangre verde
de hierba y de espadañas.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario