A las siete de la mañana ya estoy en el angar.
Desde tiempos mitológicos el hombre sufre en su carne la castración de no volar como los pájaros.
Una tahulla y cuarta de tierra en barbecho forman la pista de mi despegue. Subo en un rudimentario aparato: dos brazos estirados con sus manos abiertas, un motor de sangre bombeando, un rosario de tendones, mis pies de aterrizaje, un depósito de sueños y mi timón hacia Venus. Meto la cabeza en la bombona de un casco de colores y ciño mi cuerpo a la melodía del viento.
Me remonto a distintas alturas. Veo parrales y limoneros que bailan al ritmo de pinceladas verdes en un lienzo de belleza esparcido en continuo movimiento entre embalses cuajados de cristal cimbreante, montículos y ramblas en suave cadencia. No soy yo el que contemplo el paisaje, es el paisaje el que me introcude en su cósmica panavisión.
La tierra grácil y festiva contornea sus caderas bajo la silueta de un pájaro homo machina. Recoloco el sol a mi capricho. Yo soy la brújula, el timonel y el aire. Lo que antes estaba aquí, ahora está allá. Lo que está arriba, aparece en la sima. Se desvanecen las nubes. Las flores de los almendros son las estrellas. Los caminos son un papel continuo ribeteado al fresco de colores vivos que ondulean como olas del mar por el espacio. Todo el panorama es una maqueta. La maqueta no es la representación del panorama, es su realidad misma.
Me remonto en picado contra el viento y como un plomo me dejo caer a velocidad supersónica contra el suelo amenazante y esquivo sin romperme la crisma. Soy un globo de oxígeno escapado del asfalto.
Cuanto más me alzo mejor contemplo lo que me rodea y me llena. Tan bien lo veo, tan bien me siento que soy el mismo canto que vuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario