sábado, 13 de octubre de 2007

Camelina



Camelina ponía huevos de dos kilos y medio pero su mollera era la de un mosquito.

Llegó el día de su cumpleaños y Camelina quiso hacerle amagos al sol. La avestruz escondió su cabeza debajo del ala y sus ojos ya no vieron como el agua barnizaba las hojas del naranjo, tampoco escuchó los lamentos de la caracola que advertían a los ribereños del peligro de la crecida del río.

“Si me quedo aquí quieta con los ojos cerrados al sol, el tiempo se parará, y yo me habré quitado de encima un buen puñado de arrugas.”

La avestruz no se conformaba con ser la más presumida de las aves. Camelina además quería volar.

“¿De qué me sirve correr como un gamo si no puedo lucir mi cuerpo serrano por encima de las lombrices y las cucarachas?”

De tan alta que era podría haber fichado por el NBA o por el Cocodrilos de Caracas. Pero ella insistía en que lo suyo era subir al campanario y desde allí tocar las horas como lo hacía el sacristán en los días de fiesta.

“Y si me quedo quieta, dormida como una tortuga en invierno, ajena al sol o a la lluvia, o acuclillada aquí en el olvido de de mi cumpleaños como una oruga embutida en su caparazón de oro.... ¡tal vez cuando me despierte pueda volar como una mariposa!”

Y en esas estaba cuando tras la riada los caracoles encontraron a la tonta de Camelina muerta en el barranco.

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