lunes, 3 de septiembre de 2007

Vacaciones en Tebas




Las únicas notas que suenan en esta tarde escaldada, sudores de calabacín al horno, son el chisporroteo de los arcos de la fuente contra el fuego del pavimento de la plaza de un pueblo vacío.

Sus gentes se fueron en bandada a los mares de Estigia a jugar al pádel, a encervezarse de grasa por los chiringuitos de la playa, a construir castillos de arena, a ponerse como salmonetes en salsa roja. Mascarones de piedra mordidos de muerte por La Góngora de la Medusa Despiadada. Después, cuando sus habitantes vuelvan a su habitual residencia de los quehaceres y los días, les dirán a sus vecinos que allá en las riberas del Nilo tocaron el olimpo con las manos.

El no tiene trabajo fijo. Unas veces de camarero, otras de temporero en el campo, y las más, desocupado. Con la hipoteca del piso, sus setecientos cincuenta euros al mes, la subida de los carburantes... ¿a dónde iría este hombre de vacaciones, sino llega ni a mileurista siquiera?

Pero su imaginación vuela. Que este camarero a tiempo parcial del bar del polígono industrial del Paretón tiene más huevos que el caballo de Espartero y con su mente llega hasta la cima del Ras Jibal, el monte aquel donde Moisés con su vara sacó agua de la piedra negra.

En esta tarde de holganza veraniega nuestro ayudante de cocina toca el saxo delante de las columnas de Tebas, la ciudad de las cien puertas, y con rabia sostenida interpreta para los veraneantes de las siete playas del mundo el "Mefistófeles Calcinato", opus en sol ardiente del célebre concertista Ulysses Descaminatti. Con ojos cerrados y sus carrillos tomates reventones nuestro figurado saxofonista lanza arpegios y tresillos, melancolías y baladas sobre el rosal de un crepúsculo señalizado para que los turistas acierten con la puerta dorada, "La Sellada", la única que da acceso a la cueva del monte Ida, donde el oscuro vientre de la diosa Rea esconde entre címbalos y trompetas al hijo de sus entrañas, el "Inabordable" Zeus.

Los turistas embarcados en el calor del verano depositan en el pabellón del saxofón su carontino denario, el coste de un viaje al aire de unas octavas enarmónicas y a contratiempo salidas de un desgarrado metal deslucido. No hay mejor brebaje para desentumecer la tensión acumulada por las penurias de un trabajo precario que un paseo por la Avenida de las Esfinges.

Y en el atrio del gran templo los guiris que le pregunten al carnero mayor del reino, al dios Amón, a la esfinge de Karnak, al ministerio del Conocimiento, si por ventura saben algo de un temporero, aquel que una alborada de ensueño salió de viaje al Valle de los Reyes sin blanca, con una mano delante y otra detrás, en cueros en busca de los dígitos apócrifos de su carné de identidad o lo que es lo mismo un contrato de trabajo indefinido.

Y estamos ya en las postrimerías de los trabajos y los días, y nadie, ni siquiera Hesíodo, ni el mismo Imperator, el dios empleador del mercado conoce su paradero. Y es que en el Sinaí y en este pueblo vacío todos los granos de arena tienen el rostro, la misma cara de la momia de Imhotep, el albañil desempleado de la secreta cámara inexistente de la Pirámide de Keops.

En la plaza de un barrio a las afueras de la ciudad los arcos de una fuente llueven cortinas de humo. Los peculios del camarero del bar del Paretón no alcanzan para excursiones a Egipto, ni siquiera para patear sueños por mitologías escatológicas, que esta “calor” es un revientasueños que achicharra hasta los grillos.

Y el temporero bajo la sombra de las moreras de un jardín desolado cabecea desilusiones cual otro faraón fallido, Ramsés el destronado, un Prometeo de por vida encadenado a la roca de su propia contingencia, su gruta jamás encontrada.

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