domingo, 2 de septiembre de 2007

El dolor de tu alegría




Duerme como los muertos, panza arriba. Te acercas sigiloso. No quieres despertarla. Está sorda por el ruído de los años, pero a su alma aún llega el reverberar del silencio de tu llegada.

No hay oídos cerrados para el color de un beso, el dolor de tu alegría, el sabor de un gesto, la llegada del hijo tras muchas puñaladas sin poder estar a su lado. Tu madre oye con el corazón, percibe el gruñido de la puerta, siente tus latidos ausentes, el ocaso de tus pasos. Huele el láudano de tu boca, te adivina, te ve cuando no estás.

Advierte tu sombra, el suave crecer de la marihuana en la ventana. Tu madre ve las motas de "nieve" junto a tu retrato en el lavabo, el nervioso pestañeo de tus ojos de vidrio caliente, las aletas hambrientas de tu nariz psicotrópica.

Conoció tu muerte, incluso antes que el matacán de la farlopa diera con tus huesos en la trena. Con sus manos de ensenada acoge en su bahía tu naufragar sonámbulo, las zambullidas de tus últimas bocanadas. Tu madre, estatua de sal, no quiere verte. Cuando se ha sufrido mucho por un hijo drogadicto, mejor no mentarlo, y ahuyentar así los ladridos del perro, las dentelladas de la culebra, el diablo del mono.

Tu madre es muy creyente pero su fe no es tan fuerte, ni ella tan tonta, como para ignorar que te pudres en el infierno. Cuando te arrestaron prometió nunca más saber de ti, pero el veneno de tu sangre nunca dejó de ser miel para sus labios amargos.

Ni una semana dejó de pasarte tu ración de muerte en el bis a bis de tu condena. El juez te ha dejado salir de la cárcel para que te mueras rabiando en tu casa. Pero al llegar de nuevo al manantial de tu libertad para morir junto a ella, encuentras a tu madre que duerme boca arriba, como los muertos, metida en el ataúd de tu agonía, muerta como tu por la maldita mescalina.

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