
Vine a este desierto para zafarme del bullicio callejero y enterrar a cal y canto en la fosa aséptica de mis excrementos a los abejorros de la mentira. Aquí vivo apartado de la gran ciudad, abrazado a los senos de la soledad mi compañera. Resguardado por el cariño de los cañaverales y la sisca. Engalanado en pleno yermo por las amapolas del campo, el cerriche y el perfume de la madreselva donde no chirrían los fragores del atasco, ni el cemento encandila, ni la matraca del botelleo bullanguero, ni el vendedor de loterías desgalilla promesas, ni cuponazos de millones falsificados. Me vine a vivir en este lugar pausado para que las prisas de las horas no aplastaran mis talones ya quebrados.
Aquí alejado de predicadores y de ferias aguardo tranquilo el turno de los días, la caída de la tarde, la lluvia y el crecer de las espigas. La vida: ese dulce esperar la muerte. Me dieron a elegir entre la nada y el barullo y me quedé en este sosegado páramo de tibiezas lleno.
Y no crean ustedes que a tan alejado rincón, henchido de esta suma de poquedades en medio de este coro de soledades no llegan las turbulencias, del exterior algarabías; que al ser abierto y diáfano este paraje, con tal resonancia se oye el mundanal chasquido, que a veces estallan en mis oídos metralletas y turbinas. En la serenidad de este destierro escucho hasta el latido de las piedras, el trasiego de las nubes, los zarpazos de la luna, el murmullo de los muertos. Siento deshilar al tiempo las vestimentas de mi extrañado cuerpo. La más leve murmuración allá en el mercado de la gran ciudad resuena aquí como el aleteo de una mosca cojonera, choque de locomotoras. Y es que no todo en el monte es orégano y malvavisco.
Busco yo este silencio de paz por todas partes. Hoy mismo me levanto muy temprano a la hora en que el silencio sale a escondidas de su cripta, tabernáculo y cuna de sal y conocimiento, para alimentar con su néctar a la noche. Con todo el sigilo que soy capaz intento hacerme con su callado cuerpo. Y cuando casi lo tengo entre en mis manos, el girar de la tierra con su rugido de gritos y de miedos ensordece mi cuerpo entrecortado. Y el silencio de nuevo se me escapa igual que siempre como liebre en estampida monte arriba.
Y es que el silencio se desliza como el agua limpia, se ruboriza como un niño, se esconde como mujer en cinta. Sus flores no resisten el aire que brama y seca el verbo. Y todo vuelve a ser una olla de grillos. Ni aunque viviera en un cementerio nuclear, sellado con gruesos bloques de hormigón armado, ni por esas, las voces que braman en mi interior serían apagadas.
Antes, los ruidos me venían de afuera. Ahora son los ladridos de dentro los que me trepanan los sentidos. Y entre estos quejidos y aquellos estruendos mi cabeza anda enjaulada de cacatúas.
¿Decidme, por favor, oh tú el más callado de los dioses, donde podré yo encontrar la calma?
No hay comentarios:
Publicar un comentario