
Un hombre en medio de la plaza del mundo rocía sus ropas con gasolina en presencia de su mujer y sus dos hijos. Y luego con un mechero prende su cuerpo delante de las oficinas de la Delegación del Gobierno. Una protesta incendiaria para denunciar su desastrosa situación económica.
La muerte no sirve para nada. La muerte es un pecado, una injusticia, una maldición genética. Y la de este hombre pudo serlo por partida triple. Una bombilla fundida ya no alumbra. La muerte como agua pasada ya no mueve molino.
Pero hasta el rabo de un burro vale para espantar un tábano cochinero. Y esta tea humana quiere con su provocación cruenta despertar el gusano dormido de nuestra solidaridad distributiva, nuestro instinto atávico por la defensa de una especie amenazada.
Vino a nuestra casa desde más allá de su pobreza, llamó a nuestra puerta con la esperanza vana de que tal vez con nuestra sobrada abundancia pudiera sacar adelante a su familia hambrienta. Y encontró nuestras manos a cal y canto cerradas.
Ganas de llamar la atención. Narcisos protagonistas que no se cansan de marear el cordón de su ombligo. Nadie voluntariamente se quita de enmedio de esta manera. Circunstancias extremas obligan a cometer semejante locura.
Las llamas se comen las carnes de este hombre. Yo sigo cenando la sopa boba. Las cortinas de mi alcoba son incombustibles, tejidas a prueba de bomba. Y las lenguas de fuego de esta noticia no llegan a chamuscar siquiera el mantel de mi conciencia.
Juan,supongo que este hombre antes de llegar aquí, este hombre recorrería interminables oficinas, delegaciones o subdelegaciones. Y quiero suponer que alguien le preguntaría quien era y qué le había pasado. ¿O no?...
ResponderEliminarUn abrazo
Isabel.