
La sangre está en las venas, el aire en los pulmones, la piedra en el riñón, la orina en la vejiga, ¿pero dónde diablos, en qué lugar de nuestro cuerpo se encuentra el alma?
Con el invento del gepeese el más escurridizo de los ratones no se escapa hoy de un buen escobazo. Pero aún así ni en la mejor pantalla de alta resolución podremos ver el alma.
De niño un día acompañé a mi abuela a la iglesia. Mientras ella se ponía a rezar delante del altar de las "ánimas del purgatorio", yo quedé para siempre atemorizado al ver en aquel tétrico retablo los cuerpos desnudos de una turba desesperada abrasada en llamas. Desde entonces yo abjuré del alma. La borré del diccionario de mi conciencia. Y si alguna vez escucho esta palabra, mi cuerpo se crispa como un tizón encendido.
Yo siempre llamo cuerpo, carne, agua, vino, savia, hijos, tierra, mujer, amigos a las cosas de mi vida. Nunca hasta hoy necesité del término alma para referirme a lo que palpo y vivo, al motor de mi cuerpo, a las bujías de mi ceguera.
El alma como sede de nuestras emociones y sensaciones no es un misterio, tampoco es exclusiva de místicos y poetas, sacerdotes y espiritistas, mercancía de transacción y soborno; en todo caso, objeto de estudio debiera ser de la neurociencia, dedicación de los que estudian el cerebro, la mente, que no es necesario multiplicar las palabras sin necesidad.
Los miedos más dañinos son aquellos que ignoramos su procedencia. Y hay miedos que no se deben a nada, son pura fenomenología sin ubicación alguna.
Si me dieran a elegir entre mi cuerpo y mi alma, sin duda elegiría el cuerpo. Del alma yo no sé nada, que gracias a unos miedos sin causa desapareció de mi vida.
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