miércoles, 30 de noviembre de 2011

¡Ojalá!


La hija del académico vino por su ración de pan. La mañana amenazaba lluvia. De hecho Isabel traía su paraguas en la mano, aunque yo no me di cuenta que lo dejara al caer del mostrador. Luego de hacer su compra, se despidió, no como acostumbraba, con su sonrisa y su buenos días llenos de sinceridad y agradecimiento, sino con un aire un tanto forzado y mohíno, ella siempre tan pausada y atenta. Y antes de doblar la esquina de nuevo entró en la panadería. Al verla le dije:
¿Olvidó usted algo, señorita Isabel?
En ocasiones había visto yo en la televisión actores mediocres que se le nota a la legua que no son ellos el personaje que interpretan, sino marionetas de un guión sin alma, aprendido de forma autómata. Y así vi yo a Isabel ese lunes que vino a nuestra panadería, como poseída y manipulada por los hilos de un recuerdo, un descubrimiento, o por una mala lectura que la muchacha tal vez no pudiera quitarse de encima.

Todos los críticos de literatura decían que el padre de Isabel había sido un escritor con tal persuasión en sus relatos, que lo que en ellos contaba, parecía como destinado a ocurrirles a quienes los leían. Hay novelistas que se inspiran en lo sucedido, pero hay otros, y este parecía ser el caso del padre de Isabel, que sus palabras no son mera fábula y ficción, sino que tienen la virtud de reencarnarse luego como verdaderas profecías en la vida real.

Nadie de sus amigos del Ateneo sabía que el padre de Isabel había escrito también unos diarios íntimos en los que se sinceraba sin pudor acerca de sus conductas infames, sobre todo cuando el escritor se duele de haber matado a un hermano suyo sin que la imputabilidad del crimen fuese jamás desvelada.

Muerto el padre, sólo Isabel tuvo acceso a estos papeles inéditos en los que pudo leer textualmente: Si mi hija un día llegara a conocer realmente quien soy yo, no dudaría en suicidarse.

Un simple panadero de barrio ¿cómo podía pensar que aquella señorita aparentemente tan estable y segura, iba a ser capaz de colgarse al día siguiente de una viga de la buhardilla de su casa?

Por eso cuando la vi de nuevo aparecer en la tienda, y le dije si había olvidado algo, la señorita Isabel me contestó:
¡Ojalá!
Luego cogió el paraguas y salió sin abrirlo siquiera, a pesar del enorme aguacero que caía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario