Roque se mostraba siempre enfadado con de todo el mundo, y a todos nos maltrataba con sus continuos estufidos. A pesar de ello, yo siempre consideré a Roque como mi mejor amigo. Si Roque se sentía a disgusto con nosotros era porque en el fondo no se llevaba bien con él mismo. Y como niño revoltoso a quien su padrastro lo dejaba solo en el cuarto oscuro, rabiaba Roque como un condenado cuando con él no había nadie. Odiaba estar solo. Cuanto más independiente y libre se creía, más falto de compañía se sentía. Desde aquel día, que harto de sus desplantes, le dije: naciste solo y te morirás solo, procuraba Roque estar siempre acompañado. ¿Y quién de buen grado aguantaría su presencia con persona tan asocial y malhumorada? Yo le volví a decir: Amigo, la muerte es muy cobarde, si te encuentra solo, pronto vendrá a buscarte. Y viéndose desasistido y abandonado de su familia y amigos, para salvar su pellejo y no quedarse solo, Roque adoptó un perro.
Roque bien sabía que él no era su perro, como tampoco el perro tenía conciencia de que un día se moriría sin remedio. El perro en cierta medida era más feliz que su amo. El animal no tenía conciencia de su irremediable muerte. Allá donde Roque iba, siempre se hacía acompañar por su perro. Sin su mascota se sentía frágil y vulnerable, inseguro e insociable. El perro le ayudaba a entablar relación con la gente.
Pero un día, un fuerte dolor de estómago obligó a Roque a dejar solo su perro. Se trataba de una operación no muy complicada: le extirparían a mi amigo ese quiste del intestino innecesario para seguir vivo, llamado apéndice. Y ante de irse al hospital, para que el perro sintiera la presencia de otro acompañante afín, colocó el gran espejo del cuarto de baño en la cocina, frente a su colchoneta, donde el perro pasaba la mayor parte del día.
Roque había oído decir a su hermano mayor, graduado en psicología animal, que los perros no tienen clara noción de ellos mismos. Cuando se miran en el espejo no se reconocen a si mismos. Roque, confiado en que su estratagema daría resultado, entró tranquilo en la sala de operaciones donde ya le esperaba el equipo médico. La intervención quirúrgica fue simple. En un par de días le dieron el alta. Y raudo Roque regresó a casa. Se extrañó que el perro no saliese a recibirle. Mi amigo fue a la cocina donde había dejado al animal delante del espejo, y Roque se encontró con la escena: su perro muerto en el suelo en medio de los cristales rotos del espejo.
Lo que Roque nunca supo es si fue su perro el agredido, o el agresor. ¿Cuál de los dos perros, el suyo o el proyectado en el espejo, había sido el responsable de tan horripilante infortunio? Y Roque, como quien recibe milagrosamente una revelación de lo alto, exclamó: No hay peor enemigo capaz de acabar con nosotros que uno mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario