miércoles, 24 de septiembre de 2025

Primer día del cole


Desde el carril de los cipreses te desplazaste a la Plaza del Moro Almanzor para acompañar a tu nieta en su primer día del cole. Tenías que recoger a la pequeña a las nueve menos veinte en la casa de su padre. El camino de ida al cole es silencioso y pausado. De otras veces ya tenías calculado el tiempo: doscientos cuarenta y tres pasos a ritmo lento, hasta llegar por fin al aula, la casitazul de cinco años. Aquella mañana, los pies perezosos de la pequeña parecían dos apisonadoras de plomo, un condenado a las puertas mismas del corredor. El trayecto se alargaba como la tira de un espagueti interminable que nunca acaba de ser absorbido por una boca inapetente. La distancia se hizo eterna, como aquella otra tarde de un domingo que, por lentos y tardones, os quedasteis sin entradas para ver El rey León.

Una piedra en el camino os impidió cumplir con vuestro horario programado. El tiempo transcurrió sin apenas daros cuenta. El sol, hacía ya más de media hora que esperaba detenido en el último peldaño del monolito de Rivas. Los rayos enfadados de Apolo se reflejaban sobre vuestros rostros advirtiéndoos que llegaríais tarde al colegio.

No te importó el que la maestra, al pasar lista, señalara la casilla del nombre de tu nieta con una equis roja por faltar a clase. Pues mucho más, que lo que la maestra pudiera enseñar a tu nieta ese día, aprendió la niña de aquella piedra que le salió al camino. El camino de zahorra hacía poco que había renovado su firme por una máquina apisonadora. A sus bordes, una hilera de guijarros festoneaba cual friso rectangular el sendero, y escoltaba vuestro andar como quien hace el pasillo a los campeones de la champions league. Tu llevabas en una mano la cartera de tu nieta, y con la otra cogías su mano metida en el bolsillo caliente de tu abrigo. A esa hora de la mañana, al ser invierno, los romeros de los parterres vestían perlas de escarcha blanca. Los pájaros se desperezaban remolones en sus nidos, y el sol, aunque hacía ya una hora que había salido, miraba sin desplegar sus párpados dorados la tristeza de los andares de tu nieta. La senda del Amor, así la llaman porque su nombre los vecinos se lo pusieron en primavera. Los cipreses, al estar el camino en una hondonada, dan cobijo al trayecto que va desde la olla de un grupo de casas apartadas del pueblo, veinte minutos escasos, hasta llegar al cole. Los árboles flanquean la senda por sus dos lados batiendo con sus ramas vuestros pasos. Desde lo alto, un par de sierras asomadas por el norte, y en diciembre encopetadas de nieve, lucen sus crestas onduladas, dos boinas blancas. Y lo que en agosto es un regalo de sombras, frescura y compañía, en invierno, como ahora, que tú y tu nieta os dirigís al colegio, parece un calvario. Ella, como un muñeco de nieve con su bufanda con tres vueltas al cuello y sus botas katiuskas, y tú con el gabán y tu gorra, muy orgulloso como si fueses el mismísimo Arturo, rey de Camelot.

Ibais despacio como si quisierais que el calor de la tierra comprimida calentara vuestros pies fríos. Y de pronto tu nieta sacó la mano de tu bolsillo, y salió disparada hacia un lado del camino. Una piedra desde la montaña huía de la nieve, y cayó cerca de ella. La piedra no había sido sido arrojada por fuerza bruta alguna. Os salió al paso respetuosa, sin intención de haceros daño. Tu nieta, al ver la piedra en el suelo, fue a su encuentro, se sintió plenamente identificada con ella, se agachó confiada, cogió cariñosa la piedra como si fuese un gorrión herido que al caer desde la montaña se hubiese roto una pata. Pobrecita piedra mía, ¿te has hecho daño? ¿Dime, dónde vas? ¿Quién eres? -le dijo la nieta compasiva. Luego la piedra se sinceraría con la niña. Le contó que antiguamente tuvo los ojos abiertos porque el calor y el fuego de la naturaleza bombeaban su cuerpo. Pero un terremoto, un volcán, y luego un glaciar la dejarían ciega, se petrificó, y tanto tiempo estuvo quieta que se le olvidó el habla, sus latidos se pararon, pero que ahora milagrosamente, al notar el calor de las caricias de los dedos de la niña, dijo la piedra a mi nieta: me siento viva. Y con sumo cuidado la nieta cogió la piedra y la guardó en su cartera como si fuera su propio corazón. 

Luego tú, persona adulta y responsable, le dijiste a la niña y a la piedra: Prosigamos nuestro camino, que aún podemos llegar a tiempo a la escuela, antes que el conserje nos cierre las puertas de hierro del recinto. Tu nieta, a pesar de su corta edad, alzó sus ojos verdes a los tuyos ceñudos y autoritarios: ¿Abuelo, y tú te crees que la piedra en su actual estado lastimero...? No creo que a la piedra le agrade ir al colegio para verse allí rodeada de niños que no conoce. Tú te quedaste callado sin atreverte a replicar a tu nieta. Y en tu interior no sabías si todo lo sucedido había ocurrido de verdad, o había sido una invención de tu nieta para no ir a la escuela.

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