lunes, 8 de septiembre de 2025

Los niños si nombre

 

El marido dice a la mujer: No llores. La mujer, desde el mismo día del parto, cuando la criatura se presentó de aquella manera tan rara, algo dentro de ella le dice que la vida de su hijo no va a ser un jardín de rosas. Y lo mismo la de ella. Mucho se ha dicho de la intuición femenina, sobre todo cuando se es madre. Hasta dicen que un hijo es el corazón de la madre latiendo fuera de su cuerpo telepático. El hijo gime escaldado, allá en Europa en las calderas del quinto infierno, y la madre siente en sus venas correr la pena del hijo. El marido insiste: No sufras, mujer. No depende de nosotros cambiar el nombre de los planetas, ni el curso de los ríos. Quiere la mujer sacar pepitas de oro de un mar dorado de peces muertos.

El marido ve una lágrima de la mujer caer cual ácido exterminador sobre la mesa de la cocina en la que los dos desayunan un café amargo. La sal de su dolor compartido reviene, cuartea el barniz del pulimento; y el brillo de su encerado, debido al azogue del llanto, se convierte en un mapa de desconchados malolientes por todos los rincones del Centro de Acogida. La mujer llora porque al niño en la península le dan de lado. El hombre también llora, pero su dolor no se ve tanto. El marido limpia con su mano solidaria y reprimida el llanto profundo de ella. Y la consuela: ¡Vayamos al Consulado! ¡Hablaremos con la jueza de menores! La pedagogía de la señorita no cambiará la configuración genética del chiquillo. Todos andan desbordados. Los padres acabarán siendo a la fuerza devueltos a su país de origen. Europa mira para otro lado.

Al niño en la calle le notan algo extraño que los demás no tienen. Todos al verle fruncen el ceño. Y conforme el niño va creciendo, ese plus se agranda, se afea, como un lunar gracioso que al acabo del tiempo terminará en una verruga afeada y purulenta. El niño se siente un engendro del diablo. A mí todo el mundo me mira mal, no les gusta mi nombre. El muchacho precisa para ser él mismo el reconocimiento de la sociedad, ser admitido en su perversa cofradía de alambres e hipocresías. La sociedad, mala madrastra, lo rechaza. ¿Resultado? El niño, ya mozo, odia a todo el mundo, tiene fobia social. Sus mentores le acusan de ser un trastornado, un resentido, un desintegrado. Él se defiende: Yo no soy ese que vuestros ojos rechazan. ¿Por qué me expulsáis de vuestros templos, escuelas y mercados, si sois vosotros mismos los que me habéis hecho así? 

El padre confinado en su tierra hambrienta se siente responsable de haber dado al hijo un nombre equivocado. El hijo se siente prisionero; y obligado está a comportarse como le ordena el trágico destino de su nombre. La madre también se siente frustrada por no haber modelado en la fragua de su vientre una criatura normal. ¿Aguantarías tú llamarte con un nombre que no es el tuyo, gravado en la carne de tu cuerpo a contracorriente? Tampoco el hijo. Fueron los fórceps de un mundo cruel los que dieron a luz al niño. El hijo necesita ser fecundado de nuevo, ser bautizado con un nombre nuevo. 

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