Según Ockham soy un ente superfluo, un sin fuste, un negado. Sin mí la vida seguiría rulando. No soy imprescindible. Guardo en mi particular agenda una larga lista de personas indispensable. Su amistad, cariño y gratitud dieron sentido a mis días. Pero hoy ya no están a mi lado. La desaparición de esta ristra de amigos colgados en mi recuerdo como cebollas listas para ser consumidas como ensalada no más allá de un año. Sin ellos el caos o el encanto continúa inconsciente su camino. Todo sigue igual. Las estrellas siguen su curso, el sol vuelve a ponerse tras los montes del Poniente.
Según Ockham todo aquello que no de sea de necesidad obligada, como el comer, respirar, copular o defecar está fuera del derecho a la vida. Podría seguir enunerando otros imperativos como el trabajo, el dinero, la política, el bar, el mercado. Y al hilo de esta extravagancia, dicha de manera tan filosófica que parece cierta, (¡ay qué asunto tan extraño y paradójico!), deduzco que todo aquello que me esclaviza constituye el más imprescindible soporte de mi constitucionalidad biológica.
El fraile de Ockham abogaba por el principio de simplicidad: Entia non sunt multiplicanda sine necessitate. No en vano este hombre era franciscano por vocación. La simplicidad como criterio en la ciencia, en el arte y en la ética. Debería tomárme también muy en cuenta este consejo de economía práctica a la hora de escribir: Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala. (II.XXVI. El Quijote). En esta mañana cargada de farragosas malezas, cojo pues la navaja de Ockham y me pongo a recortar los pelos sobrantes de mi espesa e iletrada barba florida. ¿Y qué es lo que me queda? De nuevo la tábula rasa, con la que vine a este mundo. Así que me remonto con Píndaro diciéndome: Alma mía, no ansíes, una vida inmortal; aprovecha hasta el máximo lo que está en tu mano.
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