jueves, 7 de agosto de 2025

El gallo meiga

 



Sentí de golpe el agobio estridente y pegajoso como el de una lapa, una lapa en forma de abejorro, un abejorro inmune, sin veneno, un abejorro irreal, intocable, pero precisamente por ello, infinitamente perturbador e indestructible. Sus delirantes y atosigados latidos no me dejaban descansar un momento. Allí donde iba, me seguía, metafórico el abejorro, como un avispero en tromba, tras los granos de las uvas agusanadas por las hormigas en un fin de año a finales del verano.

Me iré donde no me caguen los pollos -exclamé. Y me levanté disparado como una bala tele-dirigida; y el abejorro, o lo que aquello fuera, se vino conmigo hasta el gallinero. Tal vez este bicho, al verme rodeado de boñigas y de orines, me dejaría por fin tranquilo. ¡Quía! El abejorro al olfatear de cerca mi cerumen, creyendo que yo era otra pestilente gallina más, se introdujo, ahora con más fuerza, en el pabellón de mi dulce y sensible oreja. Su horripilante canto se metió en el laberinto de mi oído. Me siguió hasta el palo mayor de la pocilga. El ruido entraba en mí por la oreja derecha, lo hizo también por la izquierda. Las alas del abejorro palpitaban como un serpentín eléctrico, revolucionado a la quinta marcha. El zumbido se adentró por las dos orificios de mi nariz, por los ojos. Se metió en mi interior por el resquicio de mis uñas, y hasta por los poros de mi piel. Su endiablado sonsonete se desparramó corriendo por todas las venas de mi organismo. Una vez ya el ruido al completo dentro de mi cuerpo, visualicé sus ondas sonoras como una manada de gusanillos verdes. El verde, el ruido y los gusanos, unidos en una sola pieza, todo un compacto espectro verde, se adueñó de mí, configuraron mi ser y mi conciencia. Mis vísceras y mi alma toda, de verde quedó emborronada. Y acribillado por el agudo, continuo y trepidante fragor del abejorro, caí desarmado y mareado, desplomado sobre una estera ennegrecida de cagadas gelatinosas. Perdí el conocimiento. La vieja-meiga-gallo-patrón del corral me miró como si yo fuera una gallina más de su aviario harén. Con ojos de pimienta iluminada y lujuriosa se lanzó a picotearme el pescuezo. Estando aún inconsciente a duras penas pude contenerla, alcé mis dos manos juntas al estilo benedictino y le supliqué que me concediera el don para sacar de mis entrañas aquel incesante y torturador silbato verde.

Las notas irresistibles, afiladas, infinitas de su marcha fúnebre salmodiaban, predecían mi muerte. Y en esas me dijo la meiga gallo, (yo no pude oírla, estando como estaba sin sentido): Hombre perseguido por abejorro del meniérico zumbido, practica la fórmula napoleónica: Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.

Luego, tal vez movido por la máxima de la vieja-meiga-gallo, todas las cavidades de mi organismo se llenaron de esa ralea verdosa, hasta el punto que yo mismo me convertí sin saberlo en el ruido verde del abejorro. Sé tú mismo tu propio ruido inspirado, -volvió a decirme el gallo-meiga. Y al igual que los pulmones de los aviones expulsan los chorros contaminados de su combustión ruidosa por los azules de un cielo estupefacto, instintivamente el ruido también saldrá de ti. Cuando recobré el sentido, al no escuchar mi propio ruido, yo tampoco estaba allí.

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