domingo, 30 de marzo de 2025

La esposa del escritor único



Había oído yo de algún libro cuya trama y desenlace determinaba la existencia de una persona extraña, alejada de la novela. Como si su autor fuese el titiritero que con sus hilos y letras moviera los monigotes de su teatrillo, pero fuera de la caverna de su manuscrito. Quería que lo que él contaba fuese vinculante, que tuviese lugar y consistencia en la misma vida real, más allá de sus libros. Sus novelas, sólo un pretexto. Su intención era que sus letras fuesen la fragua, el manantial, el horno donde cocer el auténtico pan de la vida. El verbo hecho carne. No es el profeta el que adivina el futuro. El futuro es creado por el oráculo. No fue Napoleón el que por su propia voluntad, un 7 de septiembre de 1812 se le ocurrió invadir Rusia, sino que fue la lectura de Vidas Paralelas de Plutarco lo que al corso le impulsó a ello. La historia está condicionada en parte por la habilidad del escritor que la cuenta. Tampoco fue César quien conquistó Las Galias, sino el Senado quien le encomendara tan magna proeza en momentos tan críticos para el Imperio Romano.

No hay mejor película que ver, ni libro que leer que aquel en el que nos vemos reconocidos, motivados para seguir vivos. Recuerdo una vez durante la representación de una determinada obra de teatro que un espectador se sintió fuertemente conmovido por una escena. En medio de la sala se levantó y se puso a gritar como un poseso: ¡Ese soy yo, ese soy yo! Por fin he dado conmigo. Gracias, hermanos Lumière, por ayudarme a ser yo mismo. Primacía de la letra sobre la esencia misma de lo real. Decía Freud que donde estaba el ello, debe advenir el yo. Los libros son los planos sobre los que se construye la historia, la biografía, nuestras vidas.

En cierta ocasión un escritor fue invitado al cumpleaños de su editor. Hasta aquel momento la mujer y este escritor jamás habían coincidido, no se conocían de nada. Dio la coincidencia, que la que luego sería su futura esposa, trabajaba como empleada del catering que servía la cena-homenaje al patrocinador de su último libro. Digo bien, el último, el último y el único, pues después de esta circunstancia que cuento, jamás, se le ocurrió a este hombre escribir libro otro alguno. Ella y él aún no se conocían presencialmente, aunque por lo que luego pasó, de alguna manera, sí. Allá, en el horno donde se cuecen los panes de nuestras biografías, ya estaban sus vidas calentándose al calor del fuego de su amor venidero.

Eran como una veintena de comensales. Él tan sólo conocía a dos de ellos: al editor, su patrocinador ocasional, y a su secretaria; pero al estar éstos en la otra punta de la mesa, y ser él un tanto tímido, se sintió más solo que la una. Sólo pudo hablar con la camarera que de vez en cuando le decía: ¿Necesita el señor algo más, prefiere carne o pescado? En una de sus idas y venidas para preocuparse por sus preferencias culinarias, el escritor único tuvo el descaro de fijarse detenidamente en el bello rostro de la sirvienta. ¡Milagrosa casualidad! Era la misma joven que con pelos y señales él describía en su novela: La misma forma del musitar suave de su voz dulce y cadenciosa, el color azabache de sus ojos persuasivos, la modestia sonrojada de su cara. La misma hermosura que irradiaba tanto su cuerpo como su alma en su novela era la que ahora le mostraba en persona. Todo en ella era igual a la muchacha que él había intentado dibujar en su último libro.

Repito, después de aquella sorprendente coincidencia este escritor ya no necesitó escribir más. Lo tuvo claro desde el principio. La cortejó. Quedaron en verse después de aquella cena afortunada. Él iría a esperala después que ella acabara su faena. Salieron, hasta que logró hacerla su esposa. Fueron marido y mujer durante cinco años. El esposo nunca comentó cuál fue la razón de su opción por ella. Tampoco hizo falta, tan fuerte y sincero era su amor... Hasta que un día la mujer le dijo sin venir a cuento: ¿Querido, qué viste en mí aquel día del cumpleaños de tu editor para enseguida pedirme en matrimonio? Con todo el cariño que por ella había tenido desde el día que se conocieron en aquella cena homenaje, el marido contestó con total sinceridad: Vi en ti, mi amor, el mejor retrato, la mejor definición de la mujer estrella de mi último y único libro de mi vida.

Y malditas palabras. Ella, ninguneada y menospreciada, le dijo de malas maneras al escritor unigénito: Pues bien, mi escritor circunstancial y único, quédate con la joven aquella de las letras de tu novela, que ésta de carne y hueso se va a otros brazos que de verdad la quieran. Adiós para siempre.

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