viernes, 22 de noviembre de 2024

Último adiós


Último día en la huerta. Frente al amanecer. Aquí, volví a nacer hace más de cuatro lustros cuando me jubilé y me vine a vivir a este apartado rincón callado. No nace uno cuando lo pare madre, puede hacerlo también en la flor de la vida, cuando accede a un mayor conocimiento. Y algunos, más tardíos, sólo vienen al mundo cuando fallecen.

Y antes de mudarme a la ciudad, la tierra removida desde sus entrañas me mira compañera y con trémula ternura, al igual que el sol saliente, por encima de las moreras que dan al paso de regantes. El mudo aroma del galán me niega su perfume, malhumorado por mi marcha. Amarillean de tristeza el verde de los naranjos. Y ya no sé quién llora, si soy yo, o es la higuera, el nogal, la madreselva o el hinojo.

Durante todo este tiempo viví en este próvido lugar el susurro de la noche, la danza de los cipreses al son de la brisa de la tarde, el bálsamo del laurel, el vuelo confiado de las tórtolas al mediodía, las sombras de la parra sobre la pared blanca del cuarto de aperos... Ellos me enseñaron a leer la huerta. Más aprendí de la madre tierra, que durante todos los largos años de mi laborioso noviciado. Desventajado discípulo fui de magistrales lecciones sin sustancia por boca de licenciados, eméritos laureados. No era capaz entonces de dar con los lindos senderos por donde el alba, la estrella polar, o la primavera se paseaban y fluían. Perdido navegaba sin orientación alguna. Sin distinguir un pimiento de un tomate, un conejo de una gallina. No sabía de lunas, ni de puntos cardinales. Privado anduve durante sesenta años sin saber de la sabia ingeniería de los pájaros; ciego, ante el purpúreo ocaso de un atardecer apasionado; apático, ante el brillo de la eterna mirada del olivo; indiferente al repunte gozoso de las yemas del almendro. Arisco al meloso azul del aire; sordo a la música de la acequia, al amarillo de los vinagrillos. Por mí corría el tiempo insípido al igual que corren los días frente a la tumba de los muertos.

Esta mañana, me levanté raudo a la par del gallo y el lucero. Cogí este cuaderno como si fuera una caja de las tantas que poco a poco hemos ido llenando para mudarnos al centro. Intento meter en ella todo lo que durante estos años he ido acumulando: el olor del orégano, los colores encendidos del otoño, el sabor grato y áspero de las nueces y el membrillo, el sembrado de la alfalfa, el sudor y la recogida de las patatas, y hasta los desengaños tras el granizo y la filoxera. Todo lo he querido guardar en esta caja. Vano intento. Una solemne tontería. No nació este cálido y generoso trozo de tierra para ser encerrado entre rejas cual un criminal confeso. ¿De qué me serviría coger una a una todas las granadas del árbol, los racimos de la uva, encerrar los cuatro gatos que fieles me han acompañado besándome los pies durante mi carnal y descansada estancia en este sensual roal bendito? Las gallinas y las flores se asfixiarían metidos en el avaricioso baúl de mis pertenencias. Todo debe quedar aquí, florecer donde fue plantado. ¿O es que acaso si me llevara conmigo todas las flores del rosal de la entrada no me odiarían por arrancarlas de su paraiso? Nunca más cierto aquel lema de Proudhon, la propiedad es un robo, sino referido a la naturaleza. Nunca, de las muchas patatas que arranqué, de las coles que planté, ninguna se me resistió, todas ellas se me entregaron dadivosas. Justo es que yo no le arrebate ahora a esta tierra el derecho a seguir luciendo su fértil manto donde ella quiera.

Y lo que al principio creí que este último adiós me iba a resultar lastimoso y triste, heme aquí que me siento reconfortado y agradecido. El separarme de este huerto en nada me sabe a pérdida; al contrario, esta pequeña parcela de tierra me enseñó a vivir libre y desprendido. Ninguno de mis preceptores anteriores con sus títulos e ínfulas y acumulados méritos supo hacerlo. La huerta me enseñó a ver en un solo punto de la circunferencia el universo entero. Una vulgar calabaza alberga dentro de sí el agua, el sol, el tiempo, el carbono..., todo lo que la vida precisa.

2 comentarios:

  1. Como te entiendo, Juan. Es ineludible aceptar la realidad y secar las lágrimas junto a las de la higuera, el nogal, la madreselva o el hinojo. El paso del tiempo inexorable ya nos lo advirtió, no hay sorpresa sino aceptación inevitablr. Ánimo y suertre. Un abrazo.

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  2. Amigo y compañero, mi sentimiento está tambien contigo. Un abrazo

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