Esta mañana, el reloj que lleva cosido muy dentro a su cuerpo le ha engañado como a un gallo tonto y perezoso. Tiempo, distópico, mentiroso y loco.
Siendo como son las ocho, él creyó que serían las seis, la hora justa en que el alba le despierta cada día. Y siente rabia por no poder controlar sus ritmos y manías. El tiempo empieza a poner palos en la ruedas a su averiada y pesada carrocería. El tiempo le sisa la vida y a la vez su sabia conciencia aviva. Dependo menos de mí, ¡tanto! –se lamenta–, que mis dedos, engarrotados antes de la cuenta, se resisten a hilar la adecuada caligrafía, la letra de mi biografía y de mis pensamientos. Su rabia aumenta. Y se acuerda de aquellas palabras del apóstol: Te aseguro que cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá y te llevará donde no quieras ir. Y esta fugaz sensación de que avanza cada vez más deprisa hacia la Nada y que el tiempo le engaña con medidas relativas, no reales, metafísicas...
Pero esta mañana se acuerda de El otoño de las rosas. Y acude a Brines por ver si el poeta valenciano le ayudara a recuperar con el positivo nihilismo de sus versos el goce entusiasta de la fugacidad edificante: Vives ya la estación del tiempo rezagado: / la has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete.Y escucha, cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.
Y aún así, después de haber olido de la boca lírica y melancólica de Brines el amado y vacío sabor de la existencia, aún más quiere retrasar el reloj de su poco tiempo concedido y loco. Y le suplica al dios Cronos que detenga el duelo de sus días lujuriosos de este noviembre de hojas caídas, apasionadas y sangrantes de la parra virgen del jardín que da al desfiladero del ocaso.
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