Hoy, nada más levantarme, miro los geranios rojos, púrpuras y rosados que lindan con este mi confortable gallinero, y mi cresta se dobla triste de rabia. Las cañas del azarbe con sus jopos danzantes tampoco sonríen ni baten palmas al bello amanecer. Los gorriones de la pileta del agua que ayer se deshacían en trinos amorosos, hoy son cantos lastimeros. Los confundo con cucarachas y ratones. Y el amarillo de los dátiles de la palmera del paseo tampoco colma con su copiosidad dorada mis ojos extrañados. Hasta esta misma mañana, yo misma, nada más ver el alba, me ponía a cacarear de gozo escandalizando a gatos y culebras. Hoy no es lo mismo. Cosa rara.
Alzo el cuello y descubro la razón de mi desconsuelo. Mi calle de toda la vida ya no se llama Carril de las Ponedoras. Le han cambiado el nombre por otro más aguerrido: Avenida del General Ortega Smith. Me llevo las patas a mi incomprensible sesera. No sé qué tecla, qué llave de mi cuerpo pulsar para encender la chispa que haga sentirme viva y aletear de nuevo mis plumas.
En otro tiempo, cuando esta calle se llamaba Las Ponedoras, era otra cosa. Las gozosas algarabías de los geranios de mi balcón llenaban de alegría a quienes por aquí pasaban, por mucho que sus espaldas cargaran lutos y cadenas. Desde que le cambiaron el rótulo a esta calle y le pusieron nombre tan fusilero y de tan cruel y amedrentador verbo, capaz de escupirme con su altanero pico deja ya de ser gallina, que no tienes ni un medio huevo, yo misma y todas mis congéneres hemos decidido declararnos en huelga infinita.
A partir de hoy mismo dejaremos de encuclillarnos ante la ralea de tu nombre: Avenida del General Ortega Smith. Y ya nunca más las fauces y galillos de vuestras huestes escopetaras probaran bocado alguno con sabor a huevo. No más ensaladillas, ni flanes ni yogures, ni tortillas y natillas. Y como diría vuestro nuevo mentor Javier Milei: ¡Váyanse todos ustedes al carajo!
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