martes, 17 de enero de 2023

El alma en los ojos



Tu abotargado encorsetamiento te mantuvo siempre acomodado en los oropeles de la rectitud más equivocada. Presumías no haberte emborrachado nunca, no haber roto un plato en tu vida. Eras más que tonto. Nunca te atreviste a pasar por debajo de una escalera. Cumplías a raja tabla cualquier norma, aunque esta fuese estúpida y descabellada. No eras bueno de cojones, eras tonto de remate. Incluso de pequeño, en que las diabluras se convierten en parte obligada de la inocencia, se te ocurrió subir a la higuera de tu vecino para coger un puñado de brevas… y acabaste en el suelo con un tobillo roto. Eras tan simple y aburrido que en tu euclidiano cerebelo no cabían diabluras y chiquilladas, como cortarle el rabo a un gato o poner un chicle debajo del asiento de tu abominable preceptor. La rigidez estructural de tu conducta puritana te privó de la alegría que por naturaleza todos llevamos dentro. Eras más serio que un botijo roto, privado siempre del espontáneo goce que por naturaleza corresponde a todo ser vivo. Quisieron hacer de ti un hombre de provecho y te desaprovecharon por completo.

Hasta que un día, harto de tu proceder sin fuste, se te cruzaron los cables. Querías saber en qué lugar de tu cuerpo estaba tu alma cántaro, fuente de tu mal llamada conciencia. Y te llevaste robado de una librería el mejor Atlas de anatomía humana. Buscaste por todos los rincones de la ciencia fisiológica ese principio-guía de tu andar equivocado. Te costó trabajo encontrar su ubicación, hasta que por fin encontraste el alma en los ojos, en los latidos de una mirada. ¡Lástima! Desde entonces perdiste la vista. Dejaron de palpitar tus ojos.

 

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