miércoles, 28 de diciembre de 2022

Dulces para la Navidad


  
Cada día cuando me levanto no me canso de besar esta milagrosa caja, fármaco contra todo tipo de sarpullidos. Antes, todo lo incorrecto me sentaba fatal. Con sólo ver una rama de árbol desgajada, un gorrión herido o un simple mendigo en la puerta del mercadona, toda mi piel se bufaba de costras, mi cuerpo se convertía en un mapa de cardenales y bambollas. Ahora mi sistema inmunológico marcha de maravilla. Nada de lo que oigo y veo, por muy sádico, escandaloso e inhumano que sea, me hace daño. Transformado por la realidad virtual, vivo en la más absoluta tranquilidad. Mi salud, no sólo física, sino sobre todo mental, está completamente a salvo. Por muy largas y aprensivas que tengan las patas esos bicho-bacilos-estero-cocos de la actualidad más sustantiva, sustantivamente no me asustan.

Con sólo mirar esta caja-reliquia ante la que me postro como su devoto más fiel, neutralizo el veneno de sus lenguas cancerosas. Tal cariño he cogido a esta caja-custodia que he reservado para ella un lugar preferente. Le he levantado un altar al por mayor. Y sobre una mesa de madera noble y patas torneadas de félidos protectores se levanta la caja hierática y solemne en el salón de mi casa. Y allí, en el justo centro de la pared, junto a mis recuerdos más queridos, (las fotos de mis hijos, mis diplomas, las cabezas disecadas de mis trofeos de caza, el retrato de mi mujer dándole de comer a las palomas en la Plaza del Duomo de Milán...), taxidérmica la caja desde su trono de plasma preside y bendice a todos los que diariamente con suma veneración la contemplamos.

Como os decía, antes mi organismo era muy frágil y vulnerable. Con sólo ver una gota de sangre injustamente derramada, mis nervios se disparaban, mi estómago se revolvía, soriasis, urticarias de todo tipo. Gracias a dios, por fin estoy vacunado contra todo tipo de mal innecesario e injusto. Ya me pueden servir en el desayuno hambrunas, pestes y calamidades que con estas nuevas gafas de la realidad virtual ya nada me hace daño. ¿Guerras bombardeos, daños colaterales o solomillos de inmigrantes pasados por agua, cargados de sal o ahogados al vapor a la hora de la cena? Me da lo mismo. Ello no afecta a mi saludable digestión. Puedo estar aquí cómodamente sentado, delante de esta caja-bálsamo, bicarbonato y talismán, hartándome a rebosar de sangre fresca, frita, inocente o impía, que mañana me levantaré nuevo, como si no hubiese pasado nada. Tan inmune y resistente soy a tantas encarnizadas desmesuras que, a renglón seguido, todo me parece mentira. Ya puedo ver tanques más grandes que las torres petronas abatiendo las moscas contra la tarta de huisqui de mi postre predilecto, que ni un solo músculo de mi cara se bambolea.

Ahora mismo por ejemplo contemplando estoy la visita de unos célebres estadistas a una planta militar. Muestran engreídos sus caras mientras dicen que han venido para abastecerse de sables, drones y cañones con la sola intención de restablecer la paz. Y apostillan: Dulces para la Navidad. Y los automáticos de mi cerebro no saltan chamuscados por el aire. ¿Acaso esto no es un milagro de la realidad virtual en estos días de aguinaldos, nanas y villancicos?

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